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Los tiempos que vivimos hacen aflorar lo más puro, la misma esencia del ser humano. En lo bueno y en lo malo. Asistimos emocionados a los ejemplos más heroicos de quienes, ya sean sanitarios, veladores del orden, trabajadores que fabrican altruísticamente material de protección o ... reponedores de un supermercado (por citar un puñado), arriesgan su salud para que la de los demás se mantenga intacta. También son (somos) héroes los que cada día nos quedamos en casa y superamos la inaguantable tentación de salir. Aunque no se ensalce.
Pero para valorar lo positivo es necesario que exista su opuesto, lo negativo. En la vida (y en la enfermedad). Y la faceta más ruin de algunos se escapa pese a sus aspiraciones por esconderla. Son los que se autoasignan el papel de vigilantes sociales para acusar a los vecinos que salen aun teniendo motivos para ello. Son los que se erigen como feroces jueces morales con quien osa reprochar la nefasta gestión de esta catástrofe, como si fuera incompatible la obediencia civil con la crítica constructiva. Cree el ladrón... Son los que salpican de mentiras y falacias y lanzan bulos y semiverdades, con una intención que no consigo vislumbrar.
Terminará esta calamidad, porque todo concluye. Nada permanece, que diría Heráclito. Pero algo debería recordarse bien: quiénes ejercieron de héroes y quienes optaron por ser miserables. Por justicia. Por el bien de la futura sociedad, que no volverá a ser como era. De nosotros depende que sea mejor. O peor.
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