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Extrarradio. Once y media de la noche pasadas. Hace frío. Las calles resbalan si das un mal paso y la niebla envuelve las farolas. El ciclista regresa a casa del trabajo con el abrigo abrochado hasta el último botón. Las manos moradas, las orejas como ... témpanos. El trayecto no es largo. Buena parte está además jalonado por un carril bici, aunque cuando hace el camino inverso cada día se le cruzan sillas de ancianos, carritos de niño, patinetes de adolescentes. A estas horas no hay nadie. O casi. Al cruzar la carretera que hace frontera con su casa y aunque el carril no se corta, baja de la bici. Lo hace confiado en que el único coche que se atisba al otro lado de la rotonda frenará al llegar a su altura. Error. El vehículo acelera con la inercia de la curva y solo un arreón del ciclista-peatón evita que al día siguiente aparezca su nombre en las páginas de sucesos. A salvo en el otro lado de la acera pero con el susto en el cuerpo, pega un grito al kamikaze desde la distancia. El corazón le va deprisa, pero se le acelera aún más al comprobar que en vez de seguir su marcha el coche se detiene. El ciclista se acojona. La pinta del conductor que sale de la puerta del coche con la cara arrugada y sus músculos en tensión pronostican lo peor. Lo que el casi atropellado creía un episodio fugaz amenaza con mutar en otro dramático, esta vez con su cara como principal damnificada si el gigante que se le aproxima acaba dándole dos hostias por el insulto que aún resuena en la noche. Como esas películas de serie B en las que el protagonista secuencia en una fracción de segundo todas las alternativas para esquivar el desastre, explora de reojo alguna vía de escape. Demasiado tarde. Ya tiene al conductor a su lado. Grande como un miura, el rostro afilado. Cuando ya se está encogiendo para amortiguar el mandoble, su interlocutor se disculpa. «Ya me puedes perdonar, no hay una triste luz, no te he visto; habría que ponerlo en el periódico para que un día no pase una desgracia». Buena idea.
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