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De repente, me entraron unas ganas locas de largarme. Ocurrió al ir a prepararme el segundo café de la mañana, cuando entré en la cocina y vi el mismo paisaje por la ventana, el que había visto al hacerme las tostadas del desayuno, el que ... volvería a ver al triturar los tomates para el gazpacho. Miré al edificio de enfrente, y todo se hizo insoportable: las persianas a media asta, las ventanas entreabiertas y las macetas en los balcones me parecieron insufribles, como si tuvieran la culpa de algo. Pero a algo hay que echársela.
Me serví el café y volví a sentarme delante del ordenador. Ahí permanecí, con la taza humeante sobre la mesa, el cuerpo en la silla y la cabeza en otra parte, aparentando que le daba a la tecla cuando, en realidad, le daba al magín buscando excusas para coger la maleta, pegar un portazo y escaparme a cualquier lugar donde hiciera frío, mucho frío, tanto que salir a la calle con calcetines largos de lana fuera obligatorio. Se me antojó, ya ves tú la tontería, que viajar hacia el frío sería viajar en el tiempo, en el meteorológico y en el cronológico; que podría adelantar el calendario para evitar este otoño que fracasó antes de empezar y plantarme, con un salto de esquí que pasara por encima de los días, en un invierno que seguirá siendo el de nuestro descontento y aún olerá a lejía y a amenaza, pero en el que estaremos más cerca del final, de dejar de vivir como el que espera a que termine la lavadora. Entonces, mientras fantaseaba con irme a Helsinki y reemplazar el edificio de enfrente por uno de Alvar Aalto, sentí frío en los tobillos. Fue un ligero helor, de acuerdo, pero suficiente para cambiar el gazpacho por un cocido. Y con pelotas. Por algo se empieza.
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