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Algo huele a podrido en Dinamarca. En concreto, una cárcel situada en los balcanes, 2.000 kilómetros al sur de su frontera. El ministro de justicia danés -presuntamente socialdemócrata- ha anunciado que, a causa de la sobreocupación actual de los centros penitenciarios de su país, ... el gobierno de Copenhague alquilará una prisión en Kosovo en la que reubicará a 300 de sus reclusos. Presos, eso sí, extranjeros; probablemente -sospecho que el tiempo me dará la razón, si es que la Historia, con Guantánamo a la cabeza, no me la ha dado ya- de países pobres y extracomunitarios. Es difícil decidir qué es más grave: que un país como Dinamarca, en el que se han desarrollado proyectos como el de la prisión de Storstrøm -un centro penitenciario de alta seguridad, con un fantástico diseño del arquitecto C. F. Møller, pensado para devolver la dignidad a los internos y favorecer la reinserción social-, decida quitarse de encima a un determinado perfil de preso a golpe de talonario; o que la Unión Europea, supuesto adalid de los Derechos Humanos en el mundo, permita tal atrocidad.
En Hamlet, Marcelo ya nos advirtió acerca de esta podredumbre: con sus encarcelamientos subrogados y sus leyes en contra del derecho de asilo, Dinamarca se aproxima peligrosamente a otros países situados en el punto de mira de Bruselas, como Hungría y Polonia, cuya deriva ultraconservadora, racista, machista y homófoba no ha dejado indiferente a la Comisión Europea. Es aterrador pensar que, en el antaño cálido regazo del Viejo Continente, la diferencia entre un gobierno progresista y uno de ultraderecha empiece a parecerse más a una cuestión de matiz, de tono o de escala que a una divergencia política radical.
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