El avance del coronavirus en el resto del mundo no puede hacernos olvidar la pandemia silente del hambre. Todo lo contrario, lo que en los países desarrollados provoca desempleo e incrementa las tasas de pobreza acaba negando la esperanza a llevarse algo a la boca en muchas partes del planeta. Cada día fallecen por inanición 40.000 personas. No hay mayor pandemia, pero no se contagia, por eso no hay estado de alarma. La hambruna se vuelve letal para millones de seres humanos, cuando en realidad resulta menos costoso y rentable paliarla que afrontar otros males menos severos.
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La ONU estima que la humanidad produce un 60% de alimentos por encima de lo que necesita. Lo que no solo resulta agraviante para quienes fallecen de inanición o padecen de desnutrición crónica. Esquilma también los recursos limitados de las tierras y de las aguas, incrementando la contaminación ambiental y poniendo en riesgo el futuro. Es una responsabilidad de los Gobiernos y de la industria agroalimentaria hacer frente al hambre bajo el mandato de las instancias internacionales. Pero lo es también de los consumidores para acabar con el despilfarro de la producción.
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