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Creo que sobre este asunto del hambre he escrito alguna vez. La verdad es que no lo puedo asegurar ya que la quimio no sólo me ha afectado en la estabilidad al andar, sino también al coco, a la memoria en concreto. Por lo demás, ... todo va bien.
Acerca de este terrible jinete del apocalipsis que es la hambruna he escrito otros años a primeros de febrero cuando las parroquias en España hacen una colecta específica e importante en favor de Manos Unidas, esa institución de la Iglesia católica que se vuelca en cuerpo y alma en favor de los que padecen inanición -hambre, para entendernos-, casi mil millones en el planeta tierra. Y no voy a brindarles más números porque entiendo que no sirve para casi nada. A la hora de la verdad, nos da lo mismo leer que hay mil millones que pasan hambre que si nos dicen que son dos mil millones. Por un oído nos entra y por otro nos sale. Lo mismo pasa a mi entender cuando vemos en la tele -sobre todo a la hora de comer- a un niñito africano consumido por la hambruna, escuálido, con los ojos saltones, bracitos y piernitas flácidos, una tripita abultada y, para más inri, comido por centenares de moscas. Lo vemos y comentamos: «¡Qué pobre! date cuenta cómo mira a la cámara». Y como la cámara lo retira al momento para mostrarnos 'Operación Triunfo' o 'Corazón, corazón' o 'Master Chef Junior' o 'Cuéntame cómo pasó', que son los asuntos que de verdad conmueven al pueblo soberano, la carita del niñito abatido por el hambre pasa rápidamente al baúl de los recuerdos inútiles. Sin más comentarios.
Por supuesto que me solidarizo con la actividad de Manos Unidas, con sus eficaces proyectos, y con esa cantidad ingente de hombres y mujeres, de niños y jóvenes y ancianos que no sobrepasarán jamás la edad de los sesenta años por culpa de la sequía, el cambio climático, la corrupción de sus gobernantes y el atraso abismal en lo que a la producción de alimentos se refiere. No hay más que ver los reportajes que nos dan sobre los misioneros -nuestra mejor gente- en países tan depauperados como Sudán, Burundi, Sierra Leona, Mozambique o Burkina Faso. Ya me gustaría saber a mí cuántos niños de estos países africanos saben lo que es un huevo Kinder sorpresa, que combina el estupendo chocolate Kinder con una sorpresa y un juego siempre nuevo en un único huevo. A lo mejor lo saben porque lo han visto en la televisión, pero lo que es seguro es que jamás lo han probado, ni de lejos. Quien dice un huevo Kinder puede decir lo mismo de los cereales Kelloggs.
Ni qué decir tiene que me parece estupendo que nuestros hijos y nuestros nietos tengan acceso a la variedad alimentaria tan formidable que disfrutamos. No siempre ha sido así. Y por si las moscas -por si llega un momento en que las cosas se tuercen, que Dios no lo quiera -no nos vendría mal el que nuestros niños y jóvenes adquirieran la sana costumbre de comer siempre lo que se les pone delante. Me explicaré. Hoy la mayoría de nuestras familias, al menos en La Rioja, tiene la posibilidad de poner en la mesa alimentos que se complementan y que a la hora de la verdad son para todos los gustos. Y es interesante que el niño pueda escoger y que la madre o quien sea le ponga delante lo que se va a comer más a gusto. Pero de ahí a los mimos sin sentido, los caprichos sin sentido, las pataletas sin sentido, los berrinches por la comida sin sentido, debería haber un abismo. Y ese abismo nos lo hemos saltado en muchas de nuestras familias. Y muchos de nuestros hijos preparan un verdadero cirio en todas las comidas. Y eso no puede ser. O no debe ser.
Lo mismo nos deberíamos aplicar los adultos. Decían en mi pueblo que «en la mesa y en el juego se conoce al caballero», es decir, en estos dos entornos es donde se revela en seguida el grado de educación, de cortesía y de saber estar de cada quien.
Termino animando a mis lectores a sensibilizarse con Manos Unidas en el apoyo a las personas sumidas en la pobreza y en la miseria a través de nuestro dinero, nuestro voluntariado y con el uso ejemplar de nuestros recursos, que son muchos.
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