En los últimos seis meses se han traspasado demasiadas líneas rojas en Oriente Próximo. Los niveles de destrucción humana y física son monstruosos e incomparables a otros conflictos modernos por su intensidad y por las ondas expansivas que generan. La escalada regional del conflicto en ... Gaza no ha cesado desde el brutal ataque de Hamás del 7 de octubre y la despiadada respuesta israelí en ese territorio y en Cisjordania. Con cada día que pasa sin que se imponga un alto el fuego, aumenta el riesgo de que estalle una guerra regional abierta que implique a Estados, grupos armados y potencias internacionales. No se limitaría a un choque entre Israel e Irán, sino que se extendería al golfo, Líbano, Siria, Irak, Yemen y el mar Rojo. Urge un cambio de rumbo para evitar lo peor.
Si no se produce una modificación sustancial en la estructura y dinámicas del conflicto israelí-palestino, el peligro de un gran estallido en Oriente Próximo estará cada vez más cerca. Las consecuencias que semejante conflagración bélica tendría para el sistema internacional serían de mayor alcance que en anteriores guerras en esa región. Los ataques y contraataques a gran escala destruirían infraestructuras energéticas críticas para la economía internacional, el comercio mundial se vería seriamente alterado, algunos regímenes no resistirían ante la presión interna, el número de refugiados se dispararía, las ideologías radicales se reforzarían en todas partes y el mundo se polarizaría aún más. Rusia aprovecharía para avanzar sus posiciones en la guerra de Ucrania, mientras que China tendría motivos para adoptar un papel más asertivo en los asuntos globales. La imagen de Occidente saldría malparada en buena parte del mundo, al ser percibido como selectivo e hipócrita en su aplicación del derecho internacional y de las normas que sostienen el sistema multilateral.
Es en ese contexto alarmante –y en absoluto descartable– que muchas voces se alzan reclamando modificar las bases del conflicto israelo-palestino para romper la actual espiral destructiva. La fórmula empleada durante décadas (ocupación, castigos colectivos, deshumanización del otro, terrorismo y odio) no ha traído seguridad ni a los israelíes ni a los palestinos, como ha quedado patente tras el 7 de octubre. Existe un clamor mundial a favor de un alto el fuego inmediato en Gaza y de la aplicación del principio de territorios a cambio de paz, que es la llave de la solución de los dos Estados. Para ello, es necesario que existan ambos Estados, que sean reconocidos por el resto de países y también por la ONU, que se reconozcan entre sí y que ambos vean sus relaciones normalizadas con el resto de vecinos y antiguos enemigos. Ha ocurrido en otras partes del mundo y puede ocurrir en Oriente Próximo.
Actualmente, el 72% de los países miembros de la ONU reconocen al Estado de Palestina. No lo han hecho aún la mayoría de países de la UE, principalmente por las presiones de Israel y Estados Unidos. Este último país es el único impedimento para que Palestina sea admitido como miembro de pleno derecho en la ONU. El pasado jueves, Estados Unidos volvió a quedarse solo en el Consejo de Seguridad al vetar dicha admisión. Doce miembros del Consejo (incluidos Francia, Japón y Corea) votaron a favor de admitir a Palestina en la ONU, a pesar de las presiones de Washington. Dos se abstuvieron (Reino Unido y Suiza). En otra votación en la Asamblea General el pasado 19 de diciembre sobre el derecho a la autodeterminación del pueblo palestino, Estados Unidos e Israel sólo lograron sumar a sus votos negativos a los pequeños Estados insulares de Micronesia y Nauru. Otros 172 votaron a favor (casi el 90%). En este asunto, la Administración Biden no está teniendo un papel de liderazgo aceptado por la comunidad internacional.
El Gobierno de España ha apostado por movilizar a un grupo de países de la UE para reconocer al Estado de Palestina en un plazo corto de tiempo. Ese paso sería acorde con los principios del derecho internacional y conectaría con un amplio sentir entre la opinión pública española. También se apoyaría en la proposición no de ley que el Congreso de los Diputados votó en noviembre de 2014, con el apoyo de todos los grupos parlamentarios, instando al Gobierno español a reconocer a Palestina como Estado. No se trataría de hacer ningún regalo a nadie, sino de reconocer un derecho inalienable del pueblo palestino. Sería una forma de nivelar el terreno de juego entre Israel y los palestinos y abandonar la fórmula que, por el momento, sólo genera destrucción y trauma. Implicaría respaldar a quienes apuestan por la diplomacia en lugar de la violencia y reconocer la humanidad de ambos pueblos. Es evidente que los extremistas de ambos bandos se alimentan del miedo, la falta de esperanza, la frustración y el odio.
La sociedad israelí ya está recibiendo señales de que sus actuales dirigentes, encabezados por Benjamín Netanyahu y sus aliados ultraortodoxos y ultranacionalistas, la están metiendo en un callejón sin salida. Esos dirigentes fracasaron el 7 de octubre porque no protegieron a su pueblo, a pesar de los avisos de sus servicios y de países vecinos. La devastación provocada en Gaza no ha logrado alcanzar ningún objetivo estratégico (ni liberar a los rehenes, ni destruir a Hamás, ni hacer que los israelíes se sientan más seguros). La imagen internacional de Israel ha sufrido un golpe severo, sobre todo entre las generaciones más jóvenes. Incluso la Corte Internacional de Justicia consideró en enero que ve indicios plausibles de que Israel está cometiendo un genocidio.
Reconocer al Estado de Palestina también supone enviar una señal a la sociedad israelí. Indicaría que hay otro camino diferente al que les han impuesto sus dirigentes actuales. Un reconocimiento recíproco entre los Estados de Israel y Palestina permitiría al primero normalizar sus relaciones con todos sus vecinos árabes y con el conjunto de los 57 países miembros de la Organización para la Cooperación Islámica. La nueva fórmula se resumiría en seguridad para los israelíes, Estado para los palestinos y prosperidad para los dos pueblos y toda la región.
Si algo puede enseñar la UE al resto del mundo es que el reconocimiento mutuo entre los antiguos enemigos mortales puede conducir a una larga etapa de paz, prosperidad y cooperación. En el caso europeo, hizo falta apoyo externo para la reconciliación y la reconstrucción postbélica. Ahora es el momento de que los europeos acudan en apoyo de sus traumatizados vecinos israelíes y palestinos. Eso pasa por aislar a los extremistas de ambos bandos y por tomar decisiones valientes y necesarias que desactiven la actual bomba de relojería que es Oriente Próximo.