Me pregunto cómo se puede explicar a un niño pequeño qué es la guerra y por qué de pronto en vez de fuegos de colores caen bombas que matan desde el cielo. Tampoco sabría qué decir a un adolescente que deja atrás amigos, padres y ... abuelos, estudios y juegos para salir corriendo con lo puesto. No entiendo qué pensarán los ancianos que, imposibilitados para huir, observan los esqueletos de los edificios de sus amadas ciudades mientras esperan el obús que acabe con todo lo que fueron. Así es y ha sido siempre en Ucrania, en Siria o en Europa en la Segunda Guerra Mundial.
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Si humanamente la producción masiva de dolor es la principal consecuencia de cualquier guerra también es cierto que el gobierno de un autócrata incrementa las posibilidades de conflicto. Los déspotas siempre tienen dos enemigos: los disidentes internos y los enemigos exteriores. Para los primeros usan la represión y la censura para los segundos, la amenaza de una guerra que se materializa cuando su liderazgo flojea. Esto nos lo ha enseñado la historia aunque lo olvidemos.
En el caso de Putin hay que reconocer que se le ha permitido de todo en Crimea, en Chechenia, en Siria... En el mundo occidental ha gozado de grandes entusiastas, comenzando por Donald Trump que siempre quiso ser Putin, como escribí en su día, y siguiendo por Marine Le Pen y Eric Zemmour en Francia, Matteo Salvini en Italia o los presidentes checo y húngaro, Miloš Zeman y Viktor Orbán. Hay más, pero no olvidemos al inefable Santiago Abascal. Todos ellos tienen en común su ultranacionalismo, su capacidad de utilizar la democracia con la intención de subvertirla hacia el autoritarismo aunque para ello utilicen mentiras que contradicen la realidad que vivimos. Todos ellos, ahora que la soberbia de Putin ha sobrepasado todos los límites, andan hoy disimulando su admiración por el tirano.
Y es que la guerra de Putin además de estar causando la progresiva destrucción de Ucrania, un éxodo que es ya una crisis humanitaria y un elevado número de muertos, en la opinión pública europea ha producido terror. Además, la valiente respuesta de Ucrania ha roto los esquemas de Putin. Su presidente, Volodímir Zelenski, no ha salido huyendo como el presidente afgano, que dejó huérfano a su ejército ante los talibanes, sino que lo ha dirigido y ha reforzado el sentimiento de identidad como país. La unidad de Europa la ha fortalecido como proyecto común.
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Confesé la semana pasada que amo la democracia y es que, con sus defectos, es para los ciudadanos mil veces mejor que cualquier autocracia. Es tan evidente que por eso ahora hay muchos camaleones renegando de su pasión por Putin. Si la pandemia no ha unido a nuestros políticos en España, espero que la urgencia de parar esta guerra lo consiga por el bien de Ucrania y de todas las democracias.
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