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«Parece que tienes que desahogarte». Es el nombre de una web islandesa desde la cual nos proponen grabar un grito que será reproducido a través de grandes altavoces colocados en los lugares más remotos del país. Un grito catártico, o primitivo, o desesperado, a ... gusto del consumidor, que atravesará fiordos y volcanes, que llegará hasta el fin del mundo y romperá la silenciosa quietud del paisaje. Viniendo de Islandia, la propuesta parece lógica, que allí saben mucho de gritos; miren a Björk, desgañitada perdida. Pero nosotros tampoco nos quedamos mudos: si mandamos el «¡Joshuaaaaaaaaaaaaa!» de Los Morancos, se desmorona el glaciar Snaefellsjökull. Avisados están.
A pesar de Antonia y de Omaíta, gritamos menos de lo parece. El alarido ha pasado a ser un lujo de los jóvenes iracundos, de los usuarios de redes sociales y de los participantes de los realities de Tele 5; lo nuestro ya es más contenido, como una película de Ozu. «Quiero hacer sentir lo que es la vida sin utilizar en ningún caso los elementos del drama», decía el director japonés. Y así estamos, sintiendo y resistiendo una vida nueva y rara, aguantando mascarillas en el rostro, distancias de seguridad entre los cuerpos, geles hidroalcohólicos en las manos e incertidumbres en la cabeza; cada vez más pequeños, más separados, más silenciosos, más miedosos.
Será por eso por lo que, de repente, un día, después de tanto racionalizar y digerir, te vuelven las ganas de chillar, de sobreactuar como una actriz de culebrón y de utilizar todos los elementos del drama, incluyendo el grito hipohuracanado. Pero, con la mascarilla puesta, el grito no se oye. Entonces, lo volvemos a guardar dentro, donde se acumulan los gritos que nunca dejamos salir.
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