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Aquella ilusión quedó reflejada en el balcón de la calle Ferraz. Allí, como dos futbolistas victoriosos, Alfonso Guerra alzaba la mano de Felipe González, apuntando al cielo nocturno de Madrid. Guerra hacía de pulmón del vestuario, de carrilero que aupaba al capitán del equipo. Cuarenta ... años del 28-O. En aquella época no se les pedía a los ganadores que botasen ni otras ridiculeces. Se gravitaba sobre una realidad demasiado inquietante en la que quienes se elevaban del suelo lo hacían impulsados por la goma 2 de ETA. Aquel era otro país.
Veníamos de un golpe de Estado fallido, el ruido de sables era un sonajero que parecía connatural con la democracia. La Iglesia era un búnker tenebroso, a Tarancón lo abucheaban por rojo. La enseñanza obligatoria y gratuita era una utopía, los niveles de analfabetismo se acercaban al tercermundismo. Europa era una lejanía y así se la llamaba en las plateas políticas y en la calle: Europa. Con la evidencia de que se hablaba de algo ajeno. No solo porque España no perteneciera a lo que entonces se conocía como el Mercado Común, sino porque después de las décadas de franquismo -y sus años de propina- nos sentíamos diferentes, hijos de aquel lema -Spain is different- que los de la caverna pronunciaban con orgullo y que no era otra cosa que un reflejo de la condición de país limítrofe entre las democracias europeas y el desbarajuste africano.
De algo de eso habló Felipe González, una vez bajado del balcón, en su primera comparecencia como ganador de las elecciones. Guerra lo escoltaba con sus pesadas gafas de oficial del catastro y una rosa en el ojal de la chaqueta -ya abandonada la pana- que le daba el toque revolucionario. Igual que los militares portugueses habían lucido un clavel en la boca de su fusil, Guerra, ametralladora dialéctica del socialismo, se adornaba con la flor bajo la mirada severa de Tierno Galván o aquella musa que entonces era Rosa María Mateo. Felipe, más tenso de lo que se recordaba, había aparcado la espontaneidad de su oratoria y leía los propósitos de su partido como el alumno aplicado lee la cartilla escolar que tanto le ha costado aprenderse. El momento lo requería. Consolidar la democracia. Ese era el reto. El desafío que ahora parece endeble, que ahora los chicos listos de Podemos ignoran o afean -esa falacia del Régimen del 78- pero que entonces estaba lleno de precipicios y vértigo. Según el tango, veinte años no son nada. Pudiera ser. Pero cuarenta son algo. En este caso, son mucho. Porque si en algo acertó en toda su carrera Alfonso Guerra fue en que a este país no lo iba a conocer ni la madre que lo parió.
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