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«Pero ni tú ni nadie puede vigilar por el interior de los pechos» La Poncia a Bernarda en el acto III de La Casa de Bernarda Alba

El viernes pusieron Cría cuervos en la 2. Además de Elisa, vida mía. Cuando ... recuerdo la primera vez que las vi, aún me estremezco. La implosión visual, musical, emocional. Los interiores. Por edad, basculo hacia Elisa, vida mía, a cuyas soledades, conversaciones y gimnopedias, a cuyos enigmas y parajes necesito acudir cada cierto tiempo. Pero precisamente por ver Cría cuervos en mi adolescencia a la vez que en la infancia de nuestra democracia, y precisamente porque en la actualidad tetas y pezones oscilan entre el asunto de Estado y el pop, la otra noche, la escena de las tetas de Rosa, las de Florinda Chico, volvió a parecerme el más hermoso y político 'destape' de nuestra historia contemporánea; el que (nos) explica los nutrientes de una sociedad. Y la orfandad en todos los sentidos. Y el que nos den o nos quiten el pecho. En el cine, Florinda Chico empezó de menegilda y acabó siendo la Poncia de Lorca, con Camus. Pasando por la Rosa de Cría cuervos: un monumento de chacha y unos pechos rodados, desclasificados, cuando Franco aún agonizaba. Un inserto de dos o tres segundos –frente a la niña Ana (Torrent), frente a cámara, frente los espectadores– que resulta asombroso, aún hoy, por venir de quien venía; por su generosidad, por prestarse a amamantar un interior de familia española, en un momento crucial, enfermado por monstruos, fantasmas, mentiras y fiasco patriarcal. En el caserón de sombras de este nido de la alta burguesía del final del franquismo, la chacha, ha sido, es, la 'gota de leche' y la testigo silenciosa. El sustento familiar. El plano en que Rosa/ Florinda mostraba sus pechos en Cría cuervos –película que hablaba sobre eso, sobre la crianza trágica, sobre las familias rapaces, de las que Saura y Azcona ya habían tratado– pulverizaba, de paso, en ese preciso instante, el mercado de carne que el destape ordinario. El brevísimo plano –en menos que Ana cuenta cinco, visto no visto, ¡toma de leche y toma de cámara coinciden!– en que Rosa/ Florinda, muestra sus pechos, yo lo calificaría de desnudo integral. Porque son muchas las cosas que se desnudan en una escena que se desarrolla entre lo que Juan Benet denominaba en el prólogo a la edición del guion «la cháchara agridulce de la doméstica» y los juegos infantiles; juegos que comportan el riesgo de los juegos prohibidos. Todo empieza como una escena de cocina, mientras Rosa limpia patatas. Pero el desarrollo del diálogo y de la acción les llevan a niña y doméstica hasta esa franja, privativa de los niños y de los menestrales, en que afloran verdades y se desvelan secretos no dichos en la superficie de la familia. El déficit materno que sufre Ana, de ocho años, y la figura púber de su hermana mayor, han provocado en ella una preocupación sobre el volumen del pecho y sobre la lactancia, lo que le hará ir amamantando a una muñeca que –se queja, claro– le muerde. Rosa destapará que ella tiene cuatro hijos más uno que murió, y que fue la que crió realmente a Ana, pues a su madre oficial no le subía la leche. Salen el dolor, la muerte, la ausencia (otro hijo de Rosa emigró a Alemania). Ana quiere ver los pechos de Rosa, y ésta –que no lleva sujetador– accede. Y entonces Florinda Chico resuelve con desinhibición, rapidez, naturalidad. Ana descubrirá, por primera vez, la fuente de su nutrición. A la que ha sido, materialmente, su madre. Y sólo le sale exclamar: «¡Qué grandes!». Florinda Chico desvelaría más tarde una confidencia sobre el rodaje de la secuencia que suena genuinamente lorquiana: «tenía una especie de sarampión en los pechos, me salieron unos granos. Se debían a los nervios internos, sin embargo, no estaba nerviosa. La maquilladora me dio agua de rosas en los pechos con el fin de que se me quitara, y se rodó la escena».

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larioja La gota de leche