Gilipollas

No es algo puntual. Cada vez es más común que los gobernantes nos traten a los gobernados como gilipollas. Ejemplos hay para aburrir. El penúltimo, el trágala del Gobierno central con el delito de sedición. Que a mí particularmente me la trae al pairo que eliminen («pulvericen», según Junqueras) este tipo delictivo. Sánchez y su gobierno están en su completo y legítimo derecho de hacer lo que les plazca para conseguir el apoyo de sus aliados políticos. Es lo que tiene la aritmética parlamentaria; y si a alguien no le gusta este sistema, puede reunir los votos necesarios y cambiarla. De momento, es lo que hay.

Lo indignante es ese trato de gilipollas dispensado al respetable. Porque se cargan este delito concreto por un pacto (repito legítimo) con Esquerra, no por una supuesta intención de armonizar nuestra legislación penal con otros códigos europeos. Ahí está la trampa: en camuflar el sentido real de las cosas por conceptos de gran sonoridad pero vacíos de contenido. Les iría mejor siendo valientes para llamar a las cosas por su nombre. Sinceramente, creo que muchos ciudadanos aplaudirían la honradez de decir la verdad sin tapujos: «Hemos acordado esto porque necesitamos su apoyo en el Congreso. Punto». Tampoco cuesta tanto.

Esas actitudes de tratar a los ciudadanos como gilipollas son, en mi opinión, las que más desapego generan hacia los políticos. Porque no hay correligionario, afiliado o votante que se trague las bolas que nos cuentan. A no ser que sea gilipollas.