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Me ha emocionado mucho el ver abrazarse esta semana a Christopher Lloyd y a Michael J. Fox. Dos viejos y queridos conocidos, no sé si decir del pasado, o de qué pasado (el cine, en su máquina del tiempo, juega no ya con la teoría ... de la relatividad, sino con su práctica activa). Amigos y copilotos entre ellos, pero también para mí y para todos aquellos que por el argumento del tiempo, la edad, nos movemos en el bucle temporal. El doctor Emmet Brown, o sea 'Doc', y Marty McFly. Marty llevaba incorporado el vuelo. En el apellido, en el DeLorean y en el tiempo. El del cine y el otro, en el que han volado ya treinta y siete años de nuestras vidas, como si nada, pero dejando –al igual que el vehículo ingeniado por el doctor– alguna rodada de fuego en el camino. Hace poco he visto la serie Manifest (Netflix), producida por Robert Zemeckis, quien fuera director de Regreso al futuro en 1985, y trata también de las pinzas del tiempo: un accidente (?) de avión saca del mundo a los pasajeros durante lo que para ellos serán sólo unas pocas horas, pero para el resto de la humanidad cinco largo años. Así sucede, con la elasticidad del espacio-tiempo, con lo relativo de las horas alrededor de un reloj: que en la vida el drama se alarga más que el accidente. Éste dura un momento pero la resaca de su padecimiento un tiempo difícil de computar. Y en esas brechas vivimos. En un rock around the clock, como el «Johnny B. Goode» que McFly ¡preestrenaba! en el Hill Valley de 1955, una «canción antigua en el lugar de donde vengo», reconocía, sin poder dar más explicaciones al respecto. Una canción con letra inscrita del futuro: «un día serás un hombre, y serás el líder de una gran y vieja banda y la gente vendrá a oírte desde muy lejos para oírte tocar hasta que caiga el sol». Pertenezco a la generación McFly. Casi exacto: le llevo sólo tres días a Michael J. Fox. Él, del 9 de junio y yo del 6, del 61. Tenemos los dos 61. Y los dos hemos viajado a través del cine. Y hemos sido atravesados por él. El cine es como un segundo reloj. Literalmente en este caso: vi Regreso al futuro en el Diana. Y a lo largo de la proyección yo intentaba sincronizar el reloj de la Plaza de Hill Valley con el reloj que había a la derecha de la pantalla en el Diana (que orientaba sobre el horario en el exterior: autobuses, la noche, etc..). Pero era imposible, claro. Ya lo había intentado de niño viendo también en el Diana La vuelta al mundo en ochenta días y nada. Estamos a rolex o estamos a setas. Quiero decir que he ido a la par con McFly, y a los veinticuatro años comienzas a tensar el arco entre tu origen, el presente y el futuro y a pensar cuál será el (invisible) sentido de las agujas del reloj. Llegué incluso a visitar Hill Valley, y a ver la esfera del tímpano de su Courthouse, la de la tirolina ardiendo. Cualquiera que haya visitado los Estudios Universal, en Los Angeles, ha podido situarse debajo de ella (e intentar, ahí sí, en el «punto y hora», sincronizar relojes). Ese edificio, por cierto, y para mayor rememoración, era también la fachada de la Corte de Maycomb, en Matar a un ruiseñor, que es de 1962, un año después de nuestros nacimientos. Veo ahora a Michael J. Fox, a Marty, abrazándose a Emmet Brown, con el temblor muy avanzado de la enfermedad. Lo veo casi desarticulado, con el condensador de flux en la reserva, sujetándose en uno de los pocos seres que le pueden consolar, alguien que si fue capaz de hacerle navegar entre las turbulencias del tiempo también podrá sostenerle y aliviarle en el desequilibrio neuronal, pues es el cerebro la definitiva e intransferible cápsula temporal. La única manera que tengo en 2022 de regresar al futuro en los términos de aquella fábula de 1985 es volver a ver la película. E intentar avisar a Michael/ Marty, por si se puede hacer algo para cambiar su destino desde 1991. Pero comparado, lo de que sus padres al final se casaran, era más fácil. En fin: que yo sólo quería unirme a ese abrazo filial entre 'Doc' y McFly: un hermano.
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