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Hay una viejísima costumbre española que consiste en criticar siempre al político. Yo la practico bastante, y lo hago sintiéndome orgulloso por formar parte de esta tradición genuinamente nuestra, ese desprestigio al gobernante cuya oleada más reciente arranca tras el desastre del 98 y la ... pérdida de los últimos territorios de ultramar. En ese sálvese quien pueda que fue el derrumbe final de un imperio destartalado, España perdió la ocasión de agarrarse a la modernidad que ya abrazaban otras naciones, y así estamos hoy, haciendo buena la frase de Luces de Bohemia, que aunque es exagerada como corresponde al esperpento, tiene un sustrato de verdad: «En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo».
Las últimas décadas de nuestra historia nos han puesto frente a ese espejo, mirando todos el duelo a garrotazos que pintó Goya, o en el peor de los casos, participando de la bronca. El fenómeno es ridículo si se analiza con calma, porque estamos instalados en la doble vara de medir y el mejor ejemplo lo vemos con los escraches que antes eran celebrados como 'jarabe democrático' pero ahora son actos de terrorismo si se los hacen a quien los puso de moda; qué ingenuos éramos.
El sectarismo es una plaga que lo ha invadido todo, y lo trágico es que gente muy cercana y de gran inteligencia es capaz de defender en su redil ideológico lo mismo que denuncian en el de enfrente: los escraches, el dinero de Irán, las corruptelas, el nepotismo, la incompetencia o el follón con las primarias y la democracia interna, que en los tiempos más recientes han creado auténticos funambulistas de la vergüenza en nuestra comunidad. Algunos no valemos para hacer equilibrios en medio del esperpento, pero nos queda el refugio de la propia dignidad que nos enseñaron en casa, la que describía Manuel Chaves Nogales, y esa rara melancolía que tenemos siempre encima los que, como decía Jesús Quintero, no nos conformamos con tan poco.
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