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Éste es el verano de nuestro descontento. Estamos mustios, desconcertados, tristes. Nadie parece feliz, aunque lo intente, y nada consigue quitarnos este rictus amargo de la cara, aunque lo tapemos con la mascarilla. A la incertidumbre habitual, la que viene de serie con la vida, ... que no es poca, se le ha sumado otra, la que no nos permite planear más allá de tres días vista, la que nos obliga a improvisar constantemente y a rehacer el guión sobre la marcha, la que nos hace vivir como funambulistas, suspendidos en el aire, mirando constantemente hacia abajo para no caernos. Mucho peso sobre nuestros hombros.
En otras circunstancias, por estas fechas ya estaríamos pensando en que agosto está ahí, al alcance de la mano, mirando el calendario como quien mira el horno mientras sube el bizcocho, en esa espera salivante que se hace eterna, soñando con poner los últimos correos electrónicos, meter dos bañadores y un pareo en la maleta, dar un portazo y largarnos. Pero largarnos ¿a dónde? «Depende de cómo esté la cosa», me dicen mis amigos. Pues la cosa está entre regular y vamos viendo. Más para unos que para otros: «¿Descansar? ¿Después de este desastre? Qué va, qué dices. No podemos. Sólo cerraremos los miércoles, aunque sea para ir a darnos un baño», me dice la chica del local de comidas para llevar que hay en la esquina de casa. Hoy tocan albóndigas de ternera, por cierto.
Mientras, los días siguen pasando. El sábado es el día del éxodo nacional, pero a algunos se les antoja tan lejano como la Navidad. Si es que hay Navidad, claro. Porque esa es otra. En este verano sin canción, echo de menos hasta a Georgie Dann. Espero no tener que echar de menos también los villancicos.
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