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Durante la carrera, pasé más tiempo en los cafés que en las aulas de la facultad, que servidora siempre ha tenido más debilidad por el expreso y por las cañas que por el derecho procesal, y que una, intensa y verborrágica, era incapaz de sustraerse ... a una conversación alrededor de una mesa de mármol. Aparcados los libros, hablábamos poco de lo divino y mucho de lo humano, de los miedos y del futuro, siempre del futuro, de lo qué haríamos esa misma noche o dentro de diez años. También de política, claro. Discutíamos con pasión y argumentos; a veces, hasta llevabas la contraria por el mero placer de llevarla, de escuchar tu voz elevándose por encima del ruido de la cafetera.
De aquella se fumaba dentro de los bares. Y era muy útil: cuando el adversario te noqueaba, aprovechabas el encendido de un cigarrillo para ganar unos segundos y pensar una réplica a la altura. Ahora, en cambio, fumo para todo lo contrario: para escapar de la discusión. Si la cosa se pone negra, o verde, empiezo a removerme, inquieta, buscando el tabaco en el bolso. Y si alguien suelta una frase que comienza con «Yo no soy (ponga aquí lo que proceda: machista, homófobo, racista), pero...», directamente cojo un cigarrillo y me tiro a la calle. Me piro. Me abro. Desaparezco. Y espero, fumando, a que pase la diarrea verbal, producto de la política oportunista, tosca y grosera que sufrimos en el espacio público y que nosotros, idiotas, reproducimos en privado; una política de copa de Soberano en la mano y palillo en la boca propiciada por líderes que nos lanzan al barro para que luchemos sus batallas. A estas alturas, hay cosas que una ya no tiene estómago para oír ni edad para discutir, vengan de donde y de quien vengan. Así que no dejo de fumar ni de broma. Y eso que tengo una tos terca, puñetera. Qué frío hace en la puerta de los bares.
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