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Marisol era una monería. Y una maravilla. Y un prodigio de niña. Tan prodigiosa era la malagueña que podía actuar, bailar, anunciar Coca-Cola y adivinar el futuro: en «La nueva cenicienta» ya cantaba «Ponte la máscara, la máscara, aaaaah...». Pero nada: si no le ... hacemos caso a los mitos, cómo se lo vamos a hacer a las autoridades sanitarias. Han tenido que amenazarnos con freírnos a multas para que nos embocemos. Y con razón.
Las películas de Marisol las hemos visto en familia. Todos juntos y revueltos en el sofá frente al televisor, peleándonos por la manta en invierno y por el abanico de la abuela en verano: haga frío o calor, nos gusta sentarnos amontonados, y tocarnos, y abrazarnos; España y yo somos así, señora. Y más si estamos tiempo sin vernos: volvemos a casa por vacaciones y ahí está padre matando un cerdo para recibirnos, y ahí está madre invitando a los consanguíneos hasta quinto grado. Con estos pollos que montamos, es normal que el cuarenta por ciento de los brotes del coronavirus tengan su origen en los reencuentros familiares.
Llegamos a mascarilla y mesa puesta y nos saludamos todos muy comedidos, tocándonos los codos y manteniendo la distancia de seguridad. Pero, en cuanto se abre la tercera botella de blanco que ha traído el primo Julio, nos despelotamos de cuello para arriba. Y, a la quinta, ya estamos dándole besos a la tía Laly, la que te pincha con el bigote y te deja la camiseta oliendo a Maderas de Oriente tres días, y empezando a achuchar a los niños, a pellizcarles los mofletes y a hacerles pedorretas, que mira qué muslos más gordicos se le han puesto al tío. Habrá que cambiar la fuerza del cariño por la contención emocional. Qué difícil.
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