Lo que más recuerdo de San Fermín es el olor, una brisa fétida difícil de describir, con pinceladas ácidas y vigorosas de baño atascado y ciertos toques calientes de fritanga y como de fruta podrida. Era una peste que crecía a medida que se iba ... el sol, y que iba subiendo por las calles y se te agarraba a los bajos de los pantalones que se quedaban mugrientos, pintados del color mortecino de las resacas. He ido bastantes veces, pero ahora ya es sencillamente la única semana en la que madrugo sin protestar y me pongo frente a la televisión, desmayado aún de sueño, a ver el encierro de Pamplona. Por segundo año consecutivo no podremos empezar el día con las estampas navarras: los cánticos y el cohete, los cencerros y los gritos y el chispazo de las pezuñas en el asfalto negro y brillante. Una vez corrí el encierro pero fue una anécdota en medio de días absurdos en los que uno se quedaba aprisionado entre montañas de gente, ríos que te arrastraban de un lado a otro de la ciudad y en mitad de la marabunta había veces que no sabías si estabas dentro de un bar o en medio de la Plaza del Castillo.

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Es una fiesta preciosa durante el día, llena de esos 'momenticos' que relatan los navarros y que el forastero pocas veces puede descubrir. Allí el visitante es masivo y siempre va a lo que va, a ese hermanamiento de la juerga en el que australianos y andaluces, americanos y logroñeses son todos una argamasa sedienta; hay que aprovechar la vida porque como decía Dino Buzatti «para las tristezas siempre hay tiempo».

En pleno debate sobre el ocio nocturno, los jóvenes y el botellón, está bien recordar esto. Hace días decenas de vecinos de Chueca decían que se largaban durante las fiestas del orgullo por el «descontrol» que toma el barrio. En Pamplona pasa igual, miles de vecinos se marchan en San Fermín para no ver así su ciudad. Es el país que tenemos y lo hemos hecho nosotros. España durante el verano es un gigantesco botellón, las cosas como son.

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