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Este 8 de marzo, que busca devolver a las calles, tras dos años de pandemia, las reivindicaciones de las mujeres que aspiran a la igualdad plena y de los hombres que las acompañan en su pelea histórica, vuelve a teñirse con la inquietud de lo ... excepcional. Si la irrupción en 2020 del COVID-19 constató hasta qué punto las crisis, locales o globales, continúan repercutiendo de manera más acusada sobre las condiciones de vida y las expectativas de ellas, la invasión de Ucrania por decisión del Gobierno ruso ha situado de nuevo a las mujeres en el lugar, siempre indeseado e indeseable, de las víctimas de los conflictos bélicos; víctimas que se erigen en las abnegadas cuidadoras de los suyos, que se ven forzadas a huir con sus hijos, que sufren la violencia más lacerante en primera persona, con los abusos sobre ellas transformados en instrumento de guerra frente al enemigo. El uso de la fuerza y sus potenciales atrocidades subrayan siempre la vulnerabilidad de los más débiles y agudizan las desigualdades, lo que siempre posterga las legítimas aspiraciones de las mujeres y las empuja a la esquina del padecimiento, el aguante y el orillamiento; los roles impuestos de los que el feminismo siempre ha pretendido liberarlas. Nada distingue el sufrimiento en esta tragedia de un niño y de una niña ucranianos. Pero ellas cargan con el lastre del castigo que supone la falta de una paridad efectiva.
El anacronismo de la guerra hace planear los peores fantasmas de la desigualdad sobre este 8M. Una jornada de alegría en la conquista y vindicación de lo pendiente que se balancea entre la evidencia indignada de que hay aún demasiadas zonas de nuestro mundo donde las mujeres ven vulnerados sus derechos más esenciales y los desafíos que comportan para el feminismo, y para el conjunto de la sociedad, los retos complejos y cambiantes del presente. Desafíos que remiten a brechas aposentadas, como la de la distancia salarial o el compromiso en los cuidados, y que siguen interpelando al activismo de los hombres que pueden contribuir decisivamente a derribar barreras y construir puentes de justicia. Pero que también interrogan a las propias mujeres, a su mirada plural y diversa sobre ellas mismas, sobre su realidad y sobre sus aspiraciones. El feminismo, un logro de la lucidez y el coraje de las pioneras, ha hecho mejores a las sociedades donde ondea su bandera. Una bandera sin siglas y sin fronteras, tolerante y abierta, que cobija mayorías transversales cuando huye de sectarismos y de la manipulación partidaria.
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