Los políticos se sacan una foto mientras reciben el pinchazo contra el COVID igual que la plebe se hace un selfi de los pies desnudos el primer día de vacaciones en la playa. Muestran el hombro desnudo, con la otra mano hacen el signo de ... la victoria y detrás de la mascarilla se intuye una sonrisa. En el texto adjunto a la imagen no explican la razón de tanto exhibicionismo. El valor ejemplarizante del gesto tenía sentido hace unos pocos meses que parecen siglos. Aquellos tiempos en que los negacionistas disfrutaban de su minuto de gloria y florecían teorías conspirativas sobre farmacéuticas malévolas que pretendían convertirnos en mutantes con sueros elaborados a contrarreloj. A estas alturas nadie duda ni de la eficacia de las vacunas ni de que constituyen la única esperanza para doblegar al virus. La profusión ahora de esas estampas solo se entiende como un ejercicio de mundanidad chirriante. Un afán de transmitir que son como nosotros, que tienen la piel flácida como nosotros, que esperan fila como nosotros, que tienen los privilegios cerrados perimetralmente en sus despachos. Sin embargo, quienes de verdad merecen una fotografía de reconocimiento son los sanitarios que inyectan cada dosis. El equipo que organiza las citaciones, los que distribuyen cada remesa, tantos profesionales anónimos capaces de que las piezas de un engranaje colosal y complejísimo encajen. Y si acaso, cabe otra foto más pequeñita de los quintos del mismo turno de vacunación que no veías hace años, para certificar qué bien se conservan ellos y cuánto has envejecido tú.

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