El confinamiento me pilló visitando a mis padres en Rincón de Soto hace más de un año. Un fin de semana largo que duró... cuatro ... meses. Hasta aquel momento, yo viajaba con bastante frecuencia y compartía imágenes en redes sociales. En los últimos meses he hecho pocos viajes y los más importantes han sido de regreso a mi tierra. He de reconocer que mientras viví en mi pueblo no lo miré como un lugar «turístico». Como explican los expertos, cuando lo habitaba veía el territorio y ahora que regreso: es la mirada subjetiva y distanciada la que lo transforma en un paisaje hermoso.
Durante gran parte de la historia, los viajeros no tuvieron cámaras. Los pocos afortunados que viajaban y regresaban para contarlo con frecuencia habían pasado años fuera y no tenían referencias visuales (algún dibujo con suerte). Hoy vas al otro lado del mundo en horas y te conectas por videollamada, o cuelgas un vídeo o fotos en alguna red social. Mizuko Ito denomina «co-presencia visual» a esa sensación de estar juntos en la distancia que propician esas imágenes compartidas. Si antes los viajes memorables forjaban relatos como la Odisea, hoy la imagen es la herramienta habitual para consumirlos. Sí: consumir, no recordar.
Hace unos años me embarqué en un viaje organizado. En el paso de las Termópilas imaginaba a persas y espartanos, cuando la guía me preguntó si no me gustaba la fotografía. De pronto fui consciente de que era la única persona que no estaba haciéndose fotos. Al regresar, muchos de mis compañeros borraban o enviaban imágenes durante los trayectos. Yo miraba el paisaje y a ellos.
Como muchas personas, tengo algunas fotos de las vacaciones de los años 70 y 80 en el álbum familiar. Condensan la memoria de aquel tiempo y las vemos en la intimidad, en casa. Mis fotografías de los años 80 y 90, de la primera vez que fui a Londres, Washington o Nueva York se multiplican y están organizadas en álbumes monográficos, independientes del familiar. De finales de los 90 conservo centenares de fotografías en sobres y cajas. En el siglo XXI, las imágenes digitales son miles y muchas las hago pensando en mis redes. No las hago para recordar, sino para que sean miradas y gusten, y la mayoría acaban en carpetas en discos duros que nadie ve.
A finales de los 90 viví cuatro años en Perú en una inmersión cultural en la que aprendí mucho. España estaba lejos y yo traté de integrarme en una cultura que me envolvió porque yo estuve allí física y mentalmente. Casi veinte años después, en 2017, hice una estancia de investigación de tres meses en la universidad de Harvard, donde parte del trabajo ya era 'on line'. Allí tomé conciencia de cómo las imágenes compartidas pueden transformar las experiencias del viaje hasta el punto de llegar a ser confuso dónde estás. No sé cuántas fotografías y vídeos hice/compartí ni en cuántas videollamadas participé. Físicamente estaba allá, pero mentalmente no estaba allí ni aquí. Es decir: mi imagen vivía mi vida, se relacionaba con los demás, y yo... yo estaba sola durante horas en un despacho o en una casa que sentía como no-lugar de Augé.
Escucho hablar estos días de las vacaciones, con frecuencia locales o nacionales. Creo que la necesidad de salir y la imposibilidad de irnos lejos nos han hecho buscar la experiencia del viaje en nuestro entorno más cercano. Quizás por eso veo estos días muchas fotografías como las mías: de paisajes locales mirados desde el conocimiento profundo o captados como reflejo de una sensación de estar en el mundo. Veo imágenes originales, inesperadas, que me cuentan mucho más de las personas y de sus experiencias y emociones. Quizás porque cerca de casa no tenemos la necesidad de consumir con voracidad un lugar. Tampoco buscamos las fotos ajenas que nos hicieron viajar, generando determinadas expectativas visuales y fotografías repetidas, como muestra la cuenta @insta_repeat.
Quiero creer que algunas de las imágenes que compartimos en redes tras nuestra vida en pandemia recuperan destellos de originalidad, memoria e identidad. ¿Estamos volviendo a prácticas fotográficas (y vitales) anteriores a la espectacularización acelerada de nuestras vidas digitalizadas? Quiero creer que podemos volver a apreciar y deleitarnos con la autenticidad de lo que nos rodea. Que hacer fotografías es compatible con cerrar los ojos y oler el aroma de los campos, sentir el cierzo o el bochorno en la piel. Es posible si nos liberamos de la presión de verlo todo y postearlo, de consumir rápida y vorazmente una vida que, además, se ha de ver perfecta y súper especial. Aunque a veces, por intentar retenerla y lucirla, por miedo a perdernos algo, nos olvidemos vivirla.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.