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Si yo fuera Felipe VI empezaría a acostumbrarme a pasear por las calles de mi ciudad (en el mejor de los casos) en compañía de mi hija mayor en el más estricto anonimato. Sin nadie, salvo algún turista guiri con memoria sin prejuicios, que cayera -«¡ ... Coño!»- en que alguien se cruza en un paso de peatones con aquella niña que un día fue princesa, que va junto a su padre cabizbajo, serio, severo... Quizás realizando las compras de Reyes. Qué cabrona es la vida.

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