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Llevo ya meses, los meses de embozado, en que me siento igual que Mel, el personaje que interpretaba Robin Williams (se supone que es él, así aseguran los créditos) en Deconstruyendo a Harry, aquella de Woody Allen. O como el propio Harry, de quien Mel ... era su alter ego, y Harry de Allen, claro, o uno más de ellos, porque en sus películas todos son sus alter ego, empezando por él mismo. Igual Harry que Mel, una vez alcanzado un punto de saturación neurótica o de niebla en el alma, se volvían borrosos, desenfocados. Así se veían ellos a sí mismos; así los veíamos también nosotros en pantalla. El colmo de la deconstrucción. Pocas veces un gag ha mutado en metáfora de un manera tan útil, tan gráfica, tan solidaria. No es sólo ya ver borroso sino verte borroso. ¿Y quién borró a Harry?, podríamos preguntarnos parafraseando a Hitchcock. Mel es un actor de cine, donde lo normal es estar (y ser) a foco, por definición. Pero Mel llega una mañana al rodaje y las cámaras no consiguen enfocarlo. Ni bien ni mal. Y en casa ídem de lienzo. Ni sus hijos ni su mujer lo ven... claro. Mel no sabe si se trata de una reacción alérgica, o de algo que ha comido y le ha sentado mal o sencillamente de un defecto de fabricación de la cámara. Y se consuela pensando que todo se le pasará durmiendo bien; que cuando se despierte todo habrá pasado, y que las cosas regresarán a su nitidez y a su foco originales. Las cosas, incluido él mismo, tan falto de definición en ese momento de su vida. Su mujer le aconseja, como remedio, que se tome un té y unas tostadas. Pero no funciona. Yo, modestamente, ando ahora a tentón en medio de un vaho primordial. Es calarme cada mañana las gafas, pisar la calle –soy peatón, no conduzco– y esfumarse al instante cualquier contorno. Me veo los pies como a través de una gasa; no hay día que no esté a punto de tragarme algún poste de alguna señal de trafico ni día que no pierda a dos o tres amigos de toda la vida porque me los cruzo y no los veo, coño, porque todo es ahora una mancha vaporosa, que no cede, que cuando parece que escampa vuelve a expandir su catarata por los cristales hasta dejarme no solamente velado sino como sordo también. Los semáforos son un polo de tres sabores intermitentes recién sacados del congelador. He probado de todo, se lo aseguro a ustedes, para aclararme en esta situación. Distintos líquidos anti-vahos que me recomiendan mis amigos ópticos, pociones con las que unjo las lentes de mis antiparras como si hubieran sido destiladas por el mago Fierabrás. Hago doble vuelta en los cordones de la mascarilla para que, al comprimirse ésta ligeramente, se practiquen dos mínimas tuferas en sus extremos, de manera que se refrigere el interior enmascarado y así se desempañen las gafas. Pruebo a inspirar y expirar sólo por la nariz, con la boca cerrada, renunciando al vicio solitario del hablar solo. Me alzo como una persiana las tiras superiores de la mascarilla por encima de los pómulos hasta que alcanzan el borde inferior del parpado y trepan el arranque del tabique nasal, intentando por este procedimiento que el vapor no encuentre chimenea y no logre empavonar los cristales que, por cierto, los pagas provistos de cualquier cualidad –adaptable a las condiciones cambiantes de luz, filtro frente al reflejo de la pantalla de ordenador, visión optimizada de móvil, repelencia al polvo, protección contra los rayos UV, ver sólo el lado bueno de las cosas– excepto la visión infrarroja y esta contingencia en que nos hallamos. Me recojo un poquito la tira inferior de la mascarilla para que, lo mismo, sople un poco de corriente por la barbillera. Me quito, a la desesperada, las gafas unos segundos para que se evapore la incómoda capita gaseosa. Busco rutas que permitan alternar calles con distinto grado de humedad, para que, por lo menos en alguna, el vapor de agua que se genera no me anegue. Pero no funciona nada. Lo último es probar a ir en apnea. En ello estoy. Como un buzo. Esperando despertar del sueño. O ascender la superficie, y despejarme las gafas de bucear.

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larioja Fuera de foco