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Le han levantado un semáforo en Málaga a Chiquito de la Calzada. Como a otros les levantan un monumento. E instantáneamente se ha convertido en mucho más que un monumento y en mucho más que un semáforo. Y en casi dos Chiquitos, pues mide la ... señal casi tres metros de altura. Tal y como ha quedado plantada parece una instalación de arte urbano: una trilogía, un tríptico, en el que cada uno de los tres colores se asocia a una exhortación del maestro, proferida por él mismo, y a cada uno de los tres tiempos en que desglosaba su legendario paso: el 'jarl' con arranque 'apiticán' seguido de trotecillo saltito para atrás y patadita. Una Trinidad, en fin, que era el barrio malagueño en el que había nacido el maestro, aunque el Abbey Road se lo han puesto ahora en el de Huelin, donde vivió sus últimos años. Porque esto va a ser un Abbey Road de la risa. ¡Un fistro de Abbey Road! Ya es motivo de peregrinaje y de continuos flash-mobs por la gloria de mi madre. Y una Academia de Tráfico. Niños y mayores atienden en Málaga cómo y cuándo se ha de atravesar... la calzada. Y la cruzan como Abbey Road: en correcto inglés. O sea: 'a guan', 'a peich' y 'a gromenauer'. No ha sido mala idea, no, la síntesis semafórica de Chiquito. Está bien visto su personaje y su humor como una figura animada de perfil, un perfil un punto jeroglífico (este palabro podría haber sido perfectamente suyo: «¡Y va y sale un jeroglífico pecadorrrrr!», con ese tonito de lopezvazquez cuando se ponía Fernando Galindo en las películas). Una danza propia, algo esquemática, una especie de commedia dell'arte. Tenía Chiquito en acción un algo del caminar sigiloso, como a la fuga y a zancadas, de un Pierrot de paisano, de Venta y Tablao. Y acabo de sacar a escena a la madre de todas las comedias y pienso, para mayor elogio del semáforo chiquitista, que el acto de enfrentarse al cruce de un semáforo presenta rasgos y momentos cómicos; a veces incluso del teatro del absurdo, o de la perplejidad en estado puro: la fijación hipnótica en los tres discos; el tiempo de espera (no digamos esos segundos eternos en los que tanto los coches como los peatones estamos detenidos, sin movimiento por ninguno de las dos partes); los peatones que, aguardando al verde, vamos apostándonos en la línea de la acera, uno a uno, como los pájaros de Hitchcock; el cuidado para que no se encuentre tu mirada con la de alguien que –sin darte cuenta– tenías al lado en ese línea, pero a quien, en ese momento concreto, prefieres no dar conversación, o –variación sobre el supuesto anterior– el cálculo de la estrategia a seguir cuando llegue la hora de cruzar para no toparte de frente con quien prefieres evitar; el que se te ponga en rojo a medio cruzar (y tienes que acelerar con una carrerilla un poco ridícula); las cosas que te da por pensar cuando esperas; el estar esperando, pongamos, a las tres de la madrugada, en invierno, a que se ponga en verde cuando no hay ni un coche en el horizonte. Pensando en otro cómico al que este «modo-semáforo» le es orgánico: Jacques Tati; su alter ego Monsieur Hulot. La forma en que Hulot, titubeante y desorientado, adelanta su pie derecho a la vez que la punta de su paraguas para cruzar una calle o intentar dirigirse hacia algún sitio es exactamente cómo yo me siento cuando me dispongo a resolver un semáforo. A Buster Keaton, antes que a Hulot, ya le había sucedido algo parecido. Una disfuncionalidad burlesca que le impedía pisar el mismo suelo que regían la Física y el orden. Y ahí entran los semáforos. A todo esto: estamos acostumbrados a vincular la memoria de alguien con extensiones y edificios. Pero ¿con forma y fondo de qué mobiliario urbano querría usted ser recordado? ¿Un buzón de correos, un banco, una jardinera, una farola, una fuente, una cabina telefónica, un cajero automático, una marquesina de autobús, una señal de tráfico? Hay un sutil principio de identificación con las cosas. Las cosas son también espirituales.
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