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El filósofo Arthur Schopenhauer afirmó que «la vejez es el precio que hay que pagar por haber vivido». Empiezo a entenderlo cuando, noche tras noche, mi cuerpo yacente es el escenario de un conflicto fisiológico entre los distintos aparatos, órganos y sistemas que lo componen, ... por culpa de uno de ellos.
La primera crisis sucede al cabo de dos o tres horas de sueño. Entonces la vejiga, una quejica insoportable que ya no tolera almacenar ni la décima parte que cuando era joven, empieza a dar la lata para que el esfínter que mantiene cerrado el desagüe por la uretra afloje y le permita evacuar el escaso contenido que tanto le molesta. Para ello envía la correspondiente solicitud por vía nerviosa ascendente a través de la médula espinal hasta el centro de control corporal, el encéfalo. Pero al llegar a Recepción, el tronco cerebral informa de que el jefe está durmiendo y no se le puede molestar a esas horas. Ante la negativa, la vejiga se cabrea y aumenta la opresión sobre el bajo vientre hasta que consigue generar la necesidad imperiosa de orinar bajo la amenaza de soltar lastre a las bravas. Cuando el mesencéfalo ve que va en serio, finalmente despierta al cerebro para que autorice la operación. Al principio se hace el remolón y protesta, pero como nunca le queda otra, acaba dando luz verde a la micción controlada. Pero entonces se topa con la resistencia de los posibilitadores del desplazamiento entre la cama y el baño, los músculos, tan relajaditos ellos en su reposo que se niegan a ponerse en marcha, hasta que el cerebro, harto de la presión vesical, les conmina a hacerlo de modo inapelable y, a regañadientes, desperezan las articulaciones.
Durante el corto trayecto del lecho al mingitorio, bajo el peso de la verticalidad, las lumbares corroídas por la artrosis protestan por el fin de la tregua y, ya en el inodoro, a la vista de lo poco que sale y lo mucho que tarda, se levanta un coro de reproches viscerales, musculares y discales increpando a la puñetera vejiga por ponerlos en danza para soltar cuatro gotas. El cerebro trata de calmarlos arguyendo que ellos no sueñan, como él, y que asistía a un Lohengrin en Viena cuando el cerebelo aporreó su puerta. Después ordena volver a la cama y pasar el resto de la noche en paz. Misión imposible, porque como los riñones no duermen ni descansan, en otras dos o tres horas habrán destilado por los uréteres, tampoco gran cosa, pero suficiente para que la vieja histérica egoísta, hiperactiva e insolidaria vuelva a la carga pretextando una urgencia inexistente. Muchas noches ocurre tres veces y algunas hasta cuatro. Los médicos lo llaman nicturia, pero solo es un concepto más de la factura a la que se refería Schopenhauer. Qué razón llevaba.
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