Las escenas de esta Semana Santa, con los trayectos en carretera, la ocupación hotelera y la celebración de procesiones denotando afluencias masivas propias de los tiempos previos a la covid, han preludiado una de las decisiones con mayor carga simbólica sobre la salida de la ... pandemia: la supresión, este miércoles, del uso obligatario en interiores de las mascarillas, que quedarán circunscritas a hospitales, centros de salud, residencias y el transporte público. Dos años después de que los tapabocas se convirtieran, por efecto del impacto devastador del coronavirus en un acompañante constante en nuestra vida cotidiana, su retirada constituye un gesto rotundo para sellar el retorno a la vida normalizada y la paulatina 'gripalización' de la covid. Casi 12 millones de contagios y más de 100.000 muertos después, con el país entre uno de los diez primeros del mundo en extensión de las vacunas, España afronta la nueva etapa postpandemia con las fortalezas de lo aprendido en un trance histórico sin parangón en un siglo. Pero también con las huellas que ha impreso la enfermedad, dejando al descubierto las carencias y estrecheces de los distintos sistemas sanitarios e insuficiencias que han quedado sin subsanar, como los vacíos legislativos para asegurar de mejor manera la respuesta jurídica del Estado y sus comunidades ante desafíos como el que aún nos ocupa. Sin olvidar que el hecho de que la continuidad de las mascarillas en centros sanitarios y residencias, donde conviven trabajadores y usuarios singularmente castigados por el embate pandémico, constituye una llamada en sí misma a la prudencia y a no orillar sin más las brutales consecuencias del mal.
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No solo la óptima evolución de las vacunas y la remisión de los contagios, sino también la aparición de una crisis sobrevenida como la guerra de Ucrania, han desplazado la atención global situada desde 2020 en la covid-19. El 65% de la población mundial cuenta ya con una dosis de inmunización, pero esa cifra tiene su reverso en que aún persisten amplias zonas del planeta –la casi totalidad de África, por ejemplo– con sus ciudadanos desprotegidos; y susceptibles, por tanto, a que la infección siga transmitiéndose. Estas desigualdades obligan a mantener la guardia alta aunque las restricciones internacionales se relajen. Como lo hace también la disparidad de los gobiernos a la hora de afrontar el virus, que ha llevado, en el caso de China, a confinar toda una urne como Shanghái.
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