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Cuando acabe el trimestre o a final de año constará como una entrada más en la estadística, perdido entre un amasijo de números indescrifrables y nombres neutros. Tendrá su línea correspondiente en el epígrafe de negocios clausurados, en el de autónomos dados de baja, y ... poco más se sabrá. Será un final silencioso, impersonal, gris tirando a negro. Un desenlace untado de esa crueldad que solo es capaz de imprimir la burocracia rancia. Quien quizás sí lo echará de menos serán algunos de los vecinos del barrio. La gente que pasaba delante todos los días por delante del videoclub y se quedaba mirando el cartel de la última película en oferta aunque nunca entrara. O simplemente caía en la cuenta de qué bien que el local estuviera ocupado por un negocio que imprimía una pincelada de color y prestancia a la zona. Un toque de exotismo entre tantos bares, asesorías, colmados y peluquerías caninas. Quienes de verdad lo añorarán son los pobladores de la misma trinchera en la que batallaba el que era el penúltimo videoclub de la ciudad. Ese reducto de partisanos que aún tienen un DVD conectado al televisor –quié sabe si también hasta un VHS– y se llegaban hasta allí para alquilar una película que ver esa noche. Buscar el anaquel de las películas de acción, comparar las carátulas, sopesar cada sinopsis, dejarse aconsejar por el dueño. Cenar con Vin Diesel y levantarse con Nicolas Cage. Los militantes de una arqueología cinematográfica con Movierecord pero sin Netflix, que leen el periódico en papel y nunca han abierto la puerta a un repartidor de Amazon. Los que siempre han sabido que para llegar hasta Arizona solo había que andar unos pasos.
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