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No habría habido Transición sin zoom. En la pantalla de la tele. Que es lo mismo que decir en el comedor, o en el salón de estar. Luego, en la cabeza. A la dictadura le quedaban dos telediarios –en los telediarios, en cambio, no ... había zoom, todo se estaba muy quieto– pero en la tele todo mostraba ya una distancia variable, vertiginosa, cuando no loca. Las cosas estaban a punto de dislocarse del plano fijo del franquismo, y el zoom del rumano, junto a lo conatos de Palcolor, empezaba a mover el suelo, y a exigir una nueva graduación de la vista. Y todo sucedía en sábado por la noche. Una panoplia de galas y fiestas, ¡señoras y señores!, con las que también transicionamos, entre el escenario giratorio del Florida Park y el Corral de la Pacheca. Con destino fatídico al armagedón de las mamachichos. La noche del sábado era un fin de año cada sábado y una espita de muchas pulgadas, todo a escala, en HI-FI, por supuesto: variedades «de talla internacional», que se decía, conjuntos, leyendas de la música ligera (siempre me ha gustado el término «música ligera», vale para expresar toda la ligereza de la música), espacios de humor, palmos de destape, canciones de (cualquier) verano, tándems de presentadores y presentadoras, un Ballet Zoom, curiosidades bizarras, Raffaella Carrà y José Luis Moreno. La Carrà era un zoom ella misma. Sus movimientos, torsiones y latigazos de la melena, esa coreografía explosiva, huracanada y rubia constituía su propia cámara y su propio (auto)control de realización. Convertía cada play-back en un récord. La Carrà era multiplano, de arriba abajo, de derecha a izquierda y de adelante hacia atrás. Y las letras de sus canciones un acelerón sexual. Y su vestuario, galáctico. Y su español, un hispano-tano nuevo. La Carrà era un acento. Reconocible. No sólo era cantar como la Carrà, sino sonar como la Carrà. Durante muchos años, no podía haber fiebre de sábado por la noche sin Raffaella Carrà. De hecho, era la única fiebre muchas veces. Me da mucha pena cuando se muere un ser como Raffaella Carrà, porque vuelven a morirse a algunas personas con las que habité en aquel salón catódico de los sábados por la noche. También nos ha dejado –más discreta la desaparición, no se podía competir, claro– Tico Medina. A mi padre, por ejemplo, le encantaban los dos, tanto Raffaella como Tico. Por motivos distintos. Tico era de los domingos, Todo es posible en domingo, y 300 millones, que también se daba los domingos. El sábado noche era otro panorama, básicamente arrevistado. La ventriloquía era de otra de sus atracciones. A la ventriloquía llegó pronto la paridad, qué misterios. Había dos mundos paralelos; el de Mari Carmen y el de José Luis Moreno. Compartían al 50% el arte y mercado de lo de hablar con la tripa. Y se repartían los sábados. Y el elenco de muñecos, cuyo estudio de arquetipos y discursos daría para un estudio sociológico, y daría también miedito. A mí, eso me parecía,.. lo de hablar con la tripa. Luego ya te enteras que no, que es un disimulo, un siseo, un mascullar entre dientes mientras la cámara miraba para otro lado; ésa es la clave para el éxito de cualquier truco. El truco era la cámara, que dejaba fuera de campo a Moreno. No como a la Carrà, toda cámara ella. No le quito yo mérito a lo de la ventriloquía. Se vendían en las jugueterías los muñecos de Moreno, que recuerde. Pero cuando tenías a alguno de ellos en la mano e intentabas hacer ventriloquía en casa, como hablando para adentro, lo único que conseguías es que te corrieran las tripas, pero no les sacabas una palabra. No sé por boca de qué muñeco habrá declarado Moreno ante el juez, pero lo que no tengo duda es de que Rockefeller no habrá puesto ni un euro para pagar la fianza de la mano que le daba de comer. Y bien se puede decir, por cierto, que la pandemia ha supuesto un máster de ventriloquía; que la mascarilla nos hace ventrilocuos, aunque no tengamos ningún muñeco en quien delegar nuestras palabras. Se ha echado telón definitivo sobre aquellos sábados de agitación zoom, en familia, y a caballo entre regímenes.
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