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Hace unas semanas recibí un vídeo en el que cualquier español nacido en la década de los sesenta del siglo pasado se reconoce al instante. Se trataba de una recopilación de imágenes que resumían infancias inocentes y sencillas, en las que los superjuegos de época ... para las niñas eran el yoyó, el hula hoop y la comba.
Disfruté muchísimo y me sorprendí sonriendo melancólica. Cuando finalizó la grabación entristecí: por mí, por lo mayor que soy ya, y por mis hijos, porque cuando lleguen a mi edad no recibirán un vídeo similar. La play, los móviles de última generación, las redes sociales, la televisión, los ordenadores... jamás proporcionarán semejantes sensaciones.
El verano también me provoca un choque generacional. Mis padres alquilaron una casita en Castro Urdiales, pero los pobres tiraron el dinero porque mi hermana y yo sólo queríamos venir a Logroño con la abuela y la tía para pasar julio y agosto en las piscinas mixtas de la antigua Sección Femenina. Allí nos esperaban José Luis, Quique, Reyes, Carolina, Mónica, Luis, Natalia, Fernando, Isabel, Julio y Pedrito, para el que «el mejor postre del mundo es un chicle». No parábamos ni un momento. Siempre juntos. A la sombra, justo debajo del manantial donde se ponían las botellas y los porrones a enfriar, con las toallas dispuestas formando un enorme círculo multicolor sobre el césped. Haciéndonos trenzas entre nosotras, jugando a las cartas, al 'campo quemado' y cogiendo avellanas y partiéndolas con piedras. Felicidad.
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