Por estas fechas, en 2019, escribí que había que asomarse a 2020 «con precaución porque también a los años los carga el diablo y no estamos para más sustos. Quiero creer que un año con dos ceros como lunas llenas solo puede ser redondo. Pero ... no anticipemos acontecimientos que soñar es más fácil que vivir». No soy adivina, pero creo que al 2020 nos lo regalaron los dioses desde el infierno.
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Estos días pensaba en dar portazo a este maldito año, pero el deseo de olvidar no borra el pasado. Lo vivido teje su telaraña en esa parte del cerebro en la que se almacenan los recuerdos. Seguro que el olvido no será el remedio que estamos esperando. Yo no sé a ustedes, pero a mí hace unos días que me tiembla el alma. Tenemos tendencia a creer que lo mejor siempre está por venir porque vivimos de esperanzas. Hoy el optimismo nos lo proporciona la vacuna pero estoy llena de temores: ¿y si lo peor está por llegar? No hay respuestas, el futuro siempre es un misterio.
Cuando esta peste ya tuvo nombre, fuimos conscientes de nuestra fragilidad y de las fracturas de la sociedad. En este mundo de apariencias que hemos construido la desgracia siempre es secundaria, sobre todo cuando nos es ajena. No podíamos creer que el virus nos igualara a todos en el nivel de riesgo en este primer mundo que se cree imbatible. Nos engañamos aparentando que la vida es el anuncio de las burbujas doradas de la tele, así que la inesperada peste nos dio una bofetada de realidad que destrozó nuestro orgullo. De pronto, se nos ocurrió salir a los balcones a aplaudir como locos pero, seamos sinceros, no aplaudíamos a los sanitarios sino para ahuyentar el miedo. Ni había ataúdes para tantos muertos ni remedio para tanto vértigo. De nuevo, la vida se vistió de blanco y negro. Entramos en pánico. Como los niños sorprendidos en plena travesura, nos sentimos culpables de haber minusvalorado la propia naturaleza y nos engañamos de nuevo creyendo que la desgracia nos haría mejores. ¡Qué hipócritas fuimos! Según pasaban los días, los montones de muertos se nos fueron olvidando. Solo lloraban los familiares directos.
¿Quién tiene la culpa de lo que nos pasa?, preguntamos. Los demás, nos respondemos. Esta Navidad en la que no podemos darnos abrazos ni besos, quizá podamos mirarnos un poco por dentro. Hablar cada uno con nuestro silencio, ese que no quisimos escuchar en los aplausos cuando no discerníamos lo importante de lo fingido, lo necesario de lo superfluo. Nuestra sociedad se sustenta cada vez más en el individualismo, rara vez sentimos de verdad el dolor ajeno. Confieso que estoy un poco dolorida por dentro, no tengo claro que tengamos remedio. Pero no me hagan caso, que estamos obligados a levantarnos y afrontar lo que el nuevo año nos haya preparado. A corazón abierto les deseo, pese a todo, Feliz Navidad.
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