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Mucha literatura insiste en la condición paradisiaca de los veranos de la infancia: tiempo de una libertad cercana al adanismo, días sin colegio, trasnoches en los cines de verano, etcétera. Sí. Cómo no. Pero ya lo avisó Cesare Pavese: el considerar poética la infancia no ... pasa de ser una fantasía de la edad adulta. Con el propósito de analizar el nivel de fantasía que aplico a mis recuerdos de los veranos infantiles, me he puesto a recordar, que según otro escritor italiano, Giuseppe Ungaretti, es signo de vejez. Y he recordado que los niños de entonces pasábamos una media de doce horas diarias en la playa, expuestos al sol sin protección alguna, salvo tal vez, y muy de vez en cuando, una gorra que evitaba que la cabeza sobrepasase el grado de cocción, aunque no creo que haya nacido todavía el niño al que le guste llevar una gorra.
Cuando nuestras quemaduras alcanzaban el segundo grado, el remedio de entonces oscilaba entre las frotaciones de aceite de oliva y la crema Nivea, lo que no evitaba que durante la noche la sábana te pareciese la parrilla de una barbacoa y te sintieses como un filete a la plancha. Es decir, a efectos dermatológicos, el recuerdo del paraíso de la infancia no puede empezar peor.
Por aquel entonces, centenares de familias alquilaban una caseta con toldo durante toda la temporada, lo que suponía una privatización del espacio público. Por si fuese poco, en dichas casetas, que eran de madera, las madres tenían un infernillo para calentar la comida y el agua del café, con riesgo de originar un incendio de consecuencias imprevisibles, ya que las casetas estaban separadas por apenas medio metro. La parte trasera de la hilera de casetas se utilizaba para los vertidos contaminantes, tanto de aguas menores como mayores, y, por no sé qué motivo, aquello estaba minado de cristales rotos, de manera que solo resultaba accesible para los faquires que venían con el circo, con su manada de animales cautivos y melancólicos.
Con la bajamar, íbamos a mariscar a una zona rocosa en cuyos charcos quedaban atrapados los cangrejos y esos camarones liliputienses que aquí se emplean en la elaboración de tortillitas, y ahí entramos ya en el territorio del delito ecológico: volvíamos con un cubo repleto de ambos crustáceos, tras haber machacado con un martillo y un cincel la guarida de los cangrejos, que estaban catalogados en dos especies: los moros y los mariquitas, denominaciones ambas que nos trasladan de lleno al ámbito de la incorrección política.
…Y prefiero no seguir, porque, a este paso, el paraíso pretérito va a acabar en pesadilla presente, y no están los tiempos como para andar liando las cosas. Buen verano.
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