El atentado contra Trump ha tenido dos víctimas: su oreja derecha y Biden. Lo de la oreja está claro, pero lo de Biden tal vez requiera alguna explicación, que a mi entender es sencilla: el anciano y titubeante presidente, con su inquietante aspecto de sonámbulo, ... ha acabado comprendiendo -o le han hecho comprender- que no podría competir con un contrincante electoral que, según algunos de sus seguidores y según él mismo, ha sido librado del martirio por la voluntad expresa de Dios, ejecutada al parecer por un ángel que, tras tomar la forma de la bandera nacional de allí, desvió la bala de un perturbado para que Estados Unidos tenga la opción de volver a ser gobernada por otro perturbado. Pasando por alto lo de los múltiples delitos y lo de las actrices porno, muchos consideran a Trump como el nuevo Mesías. No está mal para un delincuente en la vida civil y para un pecador en la vida espiritual, cuyo antecedente ilustre en la segunda de esas condiciones sería san Agustín, que alcanzó el obispado de Hipona y la santidad tras una juventud de disipaciones.

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En un país en el que se menciona a Dios en los billetes y monedas, no resulta raro que la política se escore a la teología, o viceversa, hasta el punto de que los norteamericanos más devotos, en especial los del sector evangelista, han llegado a la conclusión científica de que lo de la oreja solo puede deberse a un milagro. ¿A qué sí no? Basta con leer 'La leyenda dorada', del dominico italiano conocido aquí como Santiago de la Vorágine, para hacerse cargo de que los milagros se caracterizan no ya por la dislocación de la realidad, sino sobre todo por la dislocación más alocada de la fantasía.

Si Trump acabase ganando las elecciones, el triunfo no sería estrictamente suyo, sino de su oreja: un cartílago martirizado que acaba llevando a la Casa Blanca a un facineroso, en las dos acepciones que de esta palabra da el diccionario de la RAE, a saber: 1) delincuente habitual y 2) persona malvada o de perversa condición.

La fascinación de buena parte de la población por los dirigentes estrambóticos podría considerarse un misterio, pero, en el fondo, el asunto no esconde misterio alguno: se trata de la identificación popular con el fanfarrón vociferante que se presenta como depositario del secreto para solucionar los problemas no ya de un país, sino del mundo, así se deriven esos problemas de la inmigración irregular o de la influencia de Satán en las instituciones democráticas.

Por lo demás, la herida de la oreja parece que ha cicatrizado bien.

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