Aplicar las convicciones religiosas a la política implica la comisión de al menos dos pecados, no sé si mortales o veniales: rebajar la vida espiritual al ámbito de lo público y elevar lo público a la esfera celestial, cuando lo prudente sería que cada cosa ... se mantuviese en su sitio: no es lo mismo estar convencido del disfrute de una ultravida en el paraíso de los justos que defender la justicia social en este valle de lágrimas, pongamos por caso. No existe incompatibilidad entre lo primero y lo segundo, claro está, aunque la prevalencia de lo uno sobre lo otro determinará nuestra cosmovisión: los que viven preocupados por esquivar el infierno teológico y los que viven preocupados por remediar el infierno social.
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El problema suele detonarse cuando se confunde la moral religiosa con la moral cívica, que pueden ir en paralelo, pero no de la mano, ya que una creencia religiosa tiene una utilidad privada, en tanto que una creencia cívica tiene una aplicación –y una repercusión– colectiva. No sé: si alguien considera que la homosexualidad es una aberración, resulta normal que se escandalice con el desfile del Orgullo, pero la verdadera aberración de fondo es que se oponga a su celebración.
Y aquí no queda más remedio que recurrir a la argumentación simplista: ¿qué derecho o razón asiste a alguien para imponer a otro lo que puede hacer o no, siempre y cuando lo que haga no suponga un quebrantamiento del contrato social, en el que la religión consta como fantasía optativa? Si una sociedad no logra armonizar su diversidad, mal iremos. Si pretendemos reprimir al diferente en nombre de un credo dogmático, es posible que no hayamos entendido de qué va este asunto tan complejo que es la vida.
Estamos asistiendo al despliegue de movimientos ideológicos que prometen la rectificación de la realidad común –de por sí poliédrica– mediante el método de imponer una realidad única, acorde con una doctrina proteccionista del alma inmortal frente a los peligros terrenales, que al parecer son muy variados: la inmigración, el feminismo, la bandera gay e incluso el carril bici, entre otros.
La Historia nos enseña, no obstante, que esos movimientos que prometen la reinstauración del orden frente a un supuesto caos y que pregonan la redención de una sociedad mediante la aplicación universal de la moralina acaban en grandes desórdenes sociales, entre otras cosas porque ir en contra de la realidad mediante la implantación de realidades artificiales y excluyentes no deja de ser un experimento tradicionalmente desastroso. De modo que casi mejor si nos tomamos las cosas con un poco de serenidad.
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