Hace unos días, en Buenos Aires, un político español de cuyo nombre no quiero acordarme arriesgó una suposición: que el pueblo español acabaría queriendo colgar por los pies al presidente de nuestro Gobierno. No por otra parte del cuerpo, sino en concreto por los pies, ... precisión anatómica que sin duda le inspiró la imagen histórica del cadáver de Mussolini colgado en una plaza de Milán, lo que no deja de resultar extraño, dada la sintonía ideológica entre el caudillo italiano de entonces y el aspirante a caudillo español de ahora.
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Es posible, no sé, que al aspirante a caudillo se le calentase la boca, ya de por sí caliente, por contagio del político argentino –de cuyo nombre tampoco quiero acordarme- que en ese día tomaba posesión como presidente electo, a pesar de tener pinta de haberse fugado por la ventana de un frenopático tras librarse, como el mago Houdini, de su camisa de fuerza. La inflamación retórica tiene eso: si eres un mesías incendiario y te juntas con otro, te vienes arriba, como en una competición.
La portavoz de un partido de cuyo nombre no quiero acordarme se apresuró a aclarar que el exabrupto de su jefe era una metáfora, aunque sin precisar de qué tipo: aposicional, atributiva, cosificadora, etc., y con ese misterio nos dejó. Por mucho que me duela decirlo, como metáfora no es gran cosa, e incluso algún riguroso preceptista podría poner en duda que respete el principio básico de la metáfora, pero tampoco vamos a ponernos quisquillosos en ese particular, pues bastante tiene ya una portavoz con portar la voz a todas horas como para exigirle también que sepa de lo que habla, de igual modo que el presidente del Gobierno tiene de sobra con firmar unos libros como para encima tomarse la molestia de escribirlos, con metáforas o sin ellas.
El caso es que la metáfora, al ser un recurso verbal, no es inocente, porque el lenguaje no suele serlo, sobre todo cuando se usa para insultar, para intimidar o para promover disputas. Si nos permitimos la licencia de decir que a alguien van a colgarlo de los pies, así sea como presunta metáfora, se abre la veda de la oratoria incontrolada, de la charlatanería violenta, del énfasis belicoso. De la matonería, en suma. Y es que la metáfora, entendida al modo político, tiene su peligro, sobre todo en este desalentador ambiente ideológico de extremosidad y fullería que están creando desde los bandos en pugna. Porque bastante tenemos ya con los rebuznos en bruto como para tener que asistir al espectáculo de los rebuznos metafóricos.
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