Las campañas electorales acaban siendo siempre estrambóticas, en parte porque la lógica política es estrambótica de por sí y en parte porque van dirigidas a esos seres estrambóticos que conformamos la ciudadanía. Con todo y con eso, la campaña que estamos sobrellevando ha dado un ... salto cualitativo -o tal vez cuantitativo, no sé- de lo estrambótico a lo muy estrambótico. Y lo ha hecho a través de la incorporación al debate de un elemento impensado: ETA.
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Que EH Bildu considerase una buena idea el engrosar sus listas con exetarras condenados por delitos de sangre es la demostración palmaria de que las buenas ideas no son inmunes al peligro de derivar en un puro disparate. Luego han rectificado, más o menos a medias, pero la mecha estaba ya encendida, y la bomba lapa que habían colocado en los bajos de nuestra realidad explosionó, pero no tanto gracias a EH Bildu como al ala más dura de la derecha, que de inmediato vio en ese desatino una vía de ataque al Gobierno por los apoyos recibidos por parte de la formación abertzale, aplicando de paso la amnesia a los pactos que el PP se vio obligado a hacer en su día con el entorno etarra, tanto el político como el paramilitar. De modo que aquí estamos, calibrando a quién votamos como alcalde y a la vez pendientes de nuevo de las maniobras de aquellos desequilibrados que alimentaron el delirio de doblegar al Estado a fuerza de tiros en la nuca, de secuestros, de impuestos revolucionarios y de capuchas de verdugo.
Conforme a derecho, el reo que cumple su condena se supone que queda reinsertado en la sociedad, de modo que la petición de ilegalización de EH Bildu por la inclusión de exetarras en sus listas no pasa de ser una sobreactuación, por no decir que un despropósito al hilo de otro despropósito. En teoría, el hecho de que unos antiguos asesinos se incorporasen a las instituciones podría entenderse de varias maneras: como un triunfo de las políticas de reinserción en particular y del sistema democrático en general, como un desafío anacrónico y chulesco al Estado por parte de quienes fueron derrotados por el Estado -incluido aquel tiro en el pie que se dio el Estado con los GAL- o, entre otras motivaciones posibles, como un intento de blanqueamiento de un pasado manchado de sangre.
El asunto nos chirría a quienes vivimos aquellos años de plomo en que ETA decidió poner en jaque, en nombre de una fantasía étnica, a una democracia naciente y aún frágil. Pero vale, de acuerdo, nos resignamos a creer en la redención. Lo difícil es resignarse a que ETA vuelva al debate político como arma arrojadiza. Por ahí ya no: nadie tiene derecho a convertir a las víctimas de un drama en personajes de opereta.
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