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Aplicada a la política, la palabra «despacho» puede tener una connotación negativa, por más que la aspiración de todo político sea la de ocupar un despacho. En caso de conflicto social, por ejemplo, pedimos a nuestros gestores públicos que salgan de su despacho y pisen ... la calle para tomarle el pulso a la realidad, ya que el despacho suele considerarse una especie de torre de marfil en que lo real se transforma en abstracción, las personas en números y los números en dogmas.
En medio de las protestas de ganaderos y agricultores y en pleno debate sofístico sobre la amnistía, los cuatro parlamentarios de Podemos han añadido un componente melodramático a la actualidad: denuncian que les han desalojado sus pertenencias del despacho que ocupaban y que se las han puesto en un pasillo, en plan desahucio exprés. Según parece, estaban avisados de la obligación de trasladarse al despacho del grupo mixto, en el que están integrados desde su ruptura traumática con Sumar, pero ellos niegan el apercibimiento, hasta el punto de que han acudido a la policía para denunciar el presunto ultraje.
La vida es dura y complicada: pasas de estar en una tienda de campaña en la Puerta del Sol a ocupar un escaño en el Congreso, de allí desembocas en el consejo de ministros y, de la noche a la mañana, te encuentras con tus pertenencias en un pasillo. Ni Dickens se hubiese atrevido a idear una trama tan desoladora.
Cuando Podemos irrumpió con ímpetu juvenil en el panorama, muchos optamos por callar –más por viejos que por diablos: tiempo al tiempo- ante el entusiasmo de algunas de nuestras amistades ante aquel fenómeno de redención: por fin la política iba a ser una cosa pura. Por fin –y ya era casualidad- iba a conseguirse algo que el género humano no había conseguido a lo largo de toda su historia en ninguna parte del mundo: asaltar el Cielo en su versión laica y convertir este valle de lágrimas socioeconómicas en Shangri-La. Por fin los obreros irían cada mañana a su puesto de trabajo cantando himnos jubilosos, mientras que los ricos acudirían a sesiones de terapia de reconversión, cantando tal vez un poco menos. Sí, claro. Sin duda.
Aquel sueño de muchos se reduce, al día de hoy, a una pataleta adolescente por el desalojo de un despacho. Aquel propósito de regeneración política se limita, hoy por hoy, a chapotear en los fangales tradicionales del oficio: las guerras internas y externas de egos, la vacuidad del discurso mesiánico, la purga del disidente, la adicción obscena al poder... Pero se entiende: si te quitan el despacho, ¿qué te queda? ¿Volver a la tienda de campaña y reiniciar la ilusión de guiar al pueblo al paraíso terrenal o resignarte a cambiar de despacho, porque menos es nada? Esa es la cuestión.
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