El resultado de las formaciones ultraderechistas en las elecciones europeas puede interpretarse menos como un síntoma que como una amenaza. Una amenaza, sobre todo, para la pervivencia de la Unión Europea como tal: los antieuropeístas vienen a ser un caballo de Troya tendente a desbocarse ... y a convertirse en el caballo de Atila. Y se pregunta uno: ¿de qué se nutre esa irracionalidad que lleva a un sector de la población a confiar la gestión de un proyecto común a quienes promueven el desmantelamiento de ese proyecto común? Cualquier respuesta, si la hubiese, sería tan prolija como compleja, pero si optamos por ir a lo básico, es posible que el asunto se simplifique, ya que se trata de eso: de una simplificación del pensamiento. El pensamiento que no se para a pensar, el que se acoge a la visceralidad y a la indignación cívica en abstracto y que se adhiere al discurso del caos para, supuestamente, enmendar el caos.

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Entre otras astucias, los populismos se significan por su promesa de remediar de un plumazo lo difícilmente remediable, por corregir en un abrir y cerrar de ojos lo trabajosamente corregible, por solucionar de un día para otro lo que tal vez no tiene solución ni a largo plazo. En toda la historia de la humanidad no ha habido un solo gobierno «perfecto», digamos, porque una buena gestión de lo público no aspira a neutralizar de manera irreversible la conflictividad social, sino a armonizarla, así sea desde la conciencia fatalista de que esa conflictividad está condenada a ser cíclica, pues a estas alturas podemos dar por hecho que el paraíso resulta aceptable como concepto teológico, pero no como meta terrenal. Los populismos se sustentan, en fin, en una fantasía un tanto extravagante: redimir a la sociedad de sí misma, bajo la promesa de llevarla de la mano a una situación en que la problemática inherente a cualquier colectividad sería resuelta mediante fórmulas tan mágicas como expeditivas. ¿La expulsión masiva de inmigrantes, la invalidación de las políticas feministas, la prohibición del matrimonio homosexual, pongamos por caso, a falta de ir arreglando a marcha forzada otras perversiones propias de las democracias? Sí, cómo no.

Históricamente, los sátrapas solían llegar al poder mediante la fuerza. Hoy, muchos de ellos lo hacen mediante las urnas. Unas urnas en las que cabe incluso el odio a las urnas.

A lo mejor, no sé, bastaría con echar un vistazo a las redes sociales, con su ejército universal de ofendidos sin causa, para comprender, al menos en parte, el sustento de esta añoranza de la barbarie. De momento, el cuñadismo ha pasado de la cena familiar de Navidad al Parlamento Europeo.

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