A fuerza de costumbre, admitimos que la corrupción es una prerrogativa de los políticos. Méritos han hecho, desde luego, pero resulta injusto atribuirles la exclusividad de esa práctica tan adictiva como rentable, al menos hasta que te pillan. Aparte de eso, no se corrompe a ... lo grande quien quiere, sino quien puede: no es lo mismo que ustedes o yo no le pidamos la factura al fontanero para ahorrarnos el IVA que… En fin, ya saben. En estos días, leemos noticias de militares de alto rango que han optado por servir a la patria mediante chanchullos de diversa condición, lo que tal vez se explique por el hecho de que, a falta de guerras, buenas son perras, dicho sea lo de perras en sentido figurado: dinero.
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Al hilo de estas noticias, me asalta la nostalgia de mis días de mili. Durante el periodo de instrucción, por ejemplo, en un cuartel de Sevilla, el comandante nos tuvo a los reclutas sin pisar la calle durante mes y medio con el argumento humanitario de que, durante las horas reglamentadas para el paseo, podía atropellarnos un coche, a pesar de que la mayoría de los aprendices de Alejandro Magno eran de la capital. ¿Y? Muy sencillo: como los reclutas no podíamos salir del cuartel, los familiares sevillanos iban al cuartel a visitar a los reclutas sevillanos, de manera que la cantina parecía una caseta de feria en hora punta. Si tenías la suerte de que te tocase limpiar la cantina tras el jolgorio, veías al comandante contar los billetes con la ayuda de un brigada, socio suyo en aquel negocio de la hostelería en su modalidad bélica.
Una vez ascendido a soldado, me tocó servir en la Capitanía General. A diario, había que llevar al oficial de guardia una bandeja con el rancho, para que diese su aprobación. Recuerdo con especial ternura el día en que en el menú había medallones de merluza a la romana con guarnición de ensalada mixta. En el plato destinado al oficial brillaba un imponente medallón, dorado y crujiente, y una ensalada barroca regada con aceite de oliva. A la hora del almuerzo, en el comedor de la tropa, el medallón se transformó en una cola de merluza, con un centímetro de carne, y la ensalada se redujo a una lechuga sin aliño. En un momento de sinceridad propiciado por el consumo matinal de brandy, el subteniente de mi oficina me reveló un secreto de Estado: la mujer del capitán era dueña de una pescadería y la mujer de un teniente lo era de una panadería, mientras que la mujer de otro teniente regentaba un ultramarinos. De ahí las colas de pescado, el pan semiduro y los yogures a punto de caducar. Lo cual demuestra, en fin, que incluso la corrupción tiene su lado entrañable.
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