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El aire huele a decepción, el presente a fracaso y el futuro a incertidumbre. El viento sopla gélido entre los dos principales partidos que debieron tejer el acuerdo político que diera satisfacción a los millones de españoles que, tras una masiva participación en las urnas, ... recibieron con alegría el resultado electoral del 28 de abril. Hoy la ilusión se ha disuelto como un azucarillo y se ha transformado en desencanto. No hay gobierno tras este festival de desencuentros. Tampoco se atisba otro alternativo. Ya sea de coalición, a la portuguesa o en solitario, los números solo dan uno como posible aunque cada día resulte más improbable, para angustia de sus votantes y euforia de los restantes. Tras observar las prosaicas negociaciones, ministerio va ministerio vuelve, solo quedan heridas y un horizonte de reproches. Seguramente nada que no pueda superar la grandeza, algo tan escaso como el sentido común. Desde la óptica de los votantes solo hay una cosa cierta: la decepción.
Observando este callejón sin salida en el que nos ha instalado la globalidad de la clase política española, cada uno por diferentes razones, pero todos ellos claras de huevo necesarias para batir el merengue, he recordado un artículo de la primera constitución española de 1812. En La Pepa, los constituyentes de Cádiz dieron al artículo 13 una voluntariosa y romántica redacción: «El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen». No puede una sino sonreír ante tan evidente inocencia. El programa de máximos, el fin último que querían alcanzar tiene una genial formulación: «la felicidad de la nación», «la felicidad de sus individuos». Tan sencillo como imposible, tan deseable como inalcanzable.
No obstante, creo que habría que volver a recuperar ese deseo porque, al fin y al cabo, lo que los ciudadanos esperan de sus gobiernos es que presten atención a sus problemas, al menos a los que está en su mano poner remedio. No nos engañamos, ya sabemos que en un mundo globalizado los gobiernos están limitados en su nivel de decisión, pero hay una parte muy importante en la que sus disposiciones tienen mucha influencia a la hora de hacer mejor y más equitativa la vida de la gente. Esa es la felicidad posible que se pide a los gobiernos y esa debiera ser la única prioridad de los mismos y de quienes han de sustentarlos.
En el reciente barómetro del CIS toda la atención se dirige a la intención de voto. Los partidos, sobre todo, los que salen peor parados se han puesto como locos a criticarlo. No digo que no, pero debieran poner atención a otro dato que ofrece el CIS: crece la preocupación por la clase política. No parece que esto le importe a nadie, pero habría que dimensionar la influencia que el desafecto hacia los políticos tiene en la fortaleza de nuestro sistema democrático. Cuanto más crece la distancia entre ciudadanos y representantes más se resiente nuestro sistema institucional y constitucional. Si los políticos ignoran a sus representados, si se convierten en problema, si la gente cree que no sirven para nada, si rivalizan en soberbia y en infantilismo argumental, si entre quienes deben entenderse se levantan muros de desconfianza, si entre adversarios se construyen trincheras... el resultado será la animadversión hacia un sistema que no es útil para la resolución de los problemas. Si votar no sirve, si nuestros representantes no se entienden ni nos entienden ni nos atienden, se terminará por cuestionar la democracia.
Alguien debe mirar al futuro alzando la vista más allá de sus narices. Si nadie se baja del burro, si obligan de nuevo a la ciudadanía a votar estarán tentando la suerte y no hay nada más caprichoso que el destino. No les pedimos la felicidad que prometía La Pepa, pero al menos no apuesten por amargarnos con sus impertinencias que bastantes cornadas nos da la vida, oigan. ¡Viva La Pepa!
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