Las colas de ahora son más largas que las de antes. Las filas, perdón. Por aquello de la distancia social, digo: hay diez personas esperando para comprar lotería, tan separadas entre sí que la hilera llega hasta la calle. Aguardan su turno con la misma ... fe que si estuvieran en el besapié del Cristo de Medinaceli, creyendo que un número les va a cambiar la vida. Y en esa cola, perdón, fila, seguro que hay alguien que compra el 14.320, fecha en la que se anunció el estado de alarma y que es uno de los números más vendidos. Será que todavía tenemos ganas de cachondeo. O será que constituye la última esperanza de darle la vuelta a la tortilla, de convertir la mala suerte en buena, de recuperar el control sobre nuestro futuro. A algo hay que agarrarse. Aunque sea a un trozo de papel.

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Al salir, mientras guardan el décimo en la cartera, se ven brindando con champán caliente en la puerta de la administración de lotería, abrazándose sin abrazarse y diciéndole a la reportera que van a utilizar el dinero para tapar agujeros. Y, este año, agujeros hay muchos. Unos se podrán tapar con dinero, otros no. Pero se intentará. Yo lo haré comprando el décimo de la pandilla, no sea que ellos acaben de vacaciones en las Islas Maldivas y yo me quede en las Islas Menores dándome cabezazos contra las palmeras del paseo marítimo. El resto de números los voy esquivando como quien esquiva charcos. Y no es fácil: estoy a medio kilo de tomates y tres manojos de cebolletas de que el frutero intente venderme una papeleta, que mira qué cesta sorteamos, vecina. La cesta es de supermercado bielorruso perestroiko, tan triste que no la querría ni Carpanta. Pero a ver cómo le digo yo que no, que luego me pone los tomates pochos.

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