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Cierto personaje, célebre por sus ingeniosas ocurrencias, aseguraba que a los feos todo lo que fuera taparse la cara les favorecía. Bien pensado es una obviedad, pero, ¿a que usted no se había dado cuenta? En un varón de rostro poco agraciado, por ejemplo, unas ... gafas oscuras, una barba poblada, un gorro calado, un cuello subido, una bufanda y no digamos un pasamontañas, no solo mejoran su presencia al ocultar parcialmente sus rasgos desagradables, sino que pueden generar un atractivo imposible a cara descubierta. Hace poco pude comprobar la validez de la pintoresca teoría de aquel hombre viendo en la prensa una fotografía de la señora Margarita Robles con mascarilla. Conste que es la ministra que mejor me cae del Gobierno, si no la única, pero supongo que puedo afirmar sin temor a la lapidación social que lo que se dice guapa no es la señora, pero su mascarilla revela unos bonitos ojos proyectando una mirada inteligente. Si la teoría no les convence, observen al señor Goirigolzarri con y sin, por ejemplo, y me cuentan.
El caso es que me he ido fijando en otras muchas personas, públicas y privadas, y es cierto, con la mascarilla puesta uno se las imagina mejor parecidas de lo que son, trasladando así al terreno facial el principio erótico de que insinuar excita la fantasía más aún que el destape. Haga la prueba con usted mismo, con los suyos o invitando a un desconocido de mirada atractiva a desnudarse la cara y ya verá cómo sus facciones ocultas casi nunca son lo que prometen las expuestas. De donde se deduce que la fealdad facial reside en su mitad inferior: nariz, boca, mejillas y mentón. Ante una napia ganchuda o de porra, unos papos como buches, unos piños desastrosos o un belfo descolgado, la mascarilla permitirá salvar de la quema rostros de frente despejada, cejas armoniosas o iris hermosos (en ausencia de arrugas frontales, unicejas pobladas o bolsas palpebrales como alforjas, se entiende).
Por tanto, además de su indiscutible utilidad sanitaria como prevención de contagios infecciosos por vía respiratoria, la mascarilla ha embellecido, o cuando menos maquillado, al género humano disimulando sus imperfecciones faciales. Es una inesperada consecuencia positiva del engorro de llevarla puesta a todas horas desde hace más de un año, o sea, desde que dejó de ser contraproducente según el Gobierno, porque no había, para multarte si no te la ponías cuando ya hubo suficientes. Así que no se harten tan pronto de la puñetera mascarilla porque, además de enseñarnos que respirar, hablar, estornudar, cantar o gritar a menos de un metro de alguien puede contagiarlo, enfermarlo de extrema gravedad o incluso matarlo, nos favorece a casi todos y cuando volvamos sin pudor al nudismo facial seguramente la echaremos en falta.
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