A punto de cumplirse un año de la irrupción de la pandemia, los profesionales que luchan contra ella en primera línea acumulan un comprensible cansancio físico y psicológico, producto de un sostenido sobreesfuerzo y del agudo estrés emocional al que se han visto sometidos. Pese ... a ello, su respuesta ha sido ejemplar en los sucesivos altibajos en la propagación del virus. Junto a esa fatiga es perceptible la de las instituciones. Su pertinaz incapacidad de anticipación las ha empujado a reaccionar siempre por detrás de los acontecimientos y alimentado una inconveniente desconfianza social hacia ellas tras sus reiterados volantazos y contradicciones en la gestión de la crisis. Más preocupante resulta el visible agotamiento de la ciudadanía. Sobre todo porque, tras largos meses de restricciones e imposición de nuevos hábitos de vida, puede conducir a un indeseable relax en el cumplimiento de las medidas preventivas, ya sea por la pérdida de credibilidad de quienes las han fijado o por un temerario desprecio a los riesgos que implica su incumplimiento tanto para la salud individual como para la colectiva.
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Las vacunas ofrecen una esperanza cierta de poner freno a la covid en unos meses y de recuperar así gran parte de la anhelada normalidad. Pero hasta que no se complete una administración masiva que garantice la inmunidad grupal, perderle el respeto debido al patógeno es el camino más seguro para que resista en su embate y se prolonguen sus nefastos efectos de toda índole. Superado el shock que supuso el confinamiento generalizado de la pasada primavera, la sociedad no puede eludir ni rebajar la responsabilidad a la que obliga esta excepcional emergencia. Nada tiene de extraño su hartazgo tras unos prolongados sacrificios que todavía no permiten vislumbrar un inminente final. Sin embargo, no cabe bajar los brazos en una lucha que ha de implicar a todos. Y mucho menos caer en el derrotismo cuando ya se vislumbra una salida ni en la insensibilidad de resignarse a un aluvión de muertes diarias como si fueran consecuencia de un fenómeno atmosférico irremediable.
A los poderes públicos corresponde la necesaria pedagogía para mantener la tensión social que ayude a frenar la pandemia. Esa tarea, que se echa en falta, sería más eficaz que atribuirse como un éxito propio la rebaja de la curva de contagios tras haber evitado cualquier autocrítica en su descontrolado ascenso previo.
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