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Estamos a finales de septiembre y el retorno a la dinámica cotidiana debe soportar las espadas de Damocles sanitarias y económicas a las que nos ha sometido el COVID-19, las incertidumbres y prácticas sobrevenidas (tests, máscaras, vacunas, geles, etc.) que tanta incomodidad y nuevos ... usos generan, las limitaciones (confinamiento, desconfinamiento, reconfinamiento diferenciado, posible nuevo confinamiento), la vulnerabilidad y angustia ante un futuro incierto, las secuelas del encierro aún mal digeridas, el ocio y cultura en barbecho, distancia personal, la brecha económica abierta, la inseguridad laboral o el teletrabajo con la injerencia de la vida profesional en la vida privada, el aumento de la pobreza, la sensación de ausencia de liderazgo y comunicación clara en la gestión institucional de la crisis, etc.
Son algunas de las evidencias de una pandemia que ha venido para quedarse entre nosotros una larga temporada, minando la economía pero también nuestros recursos personales con una tendencia generalizada hacia la fatiga e irritabilidad, mostrando su verdadera esencia: un grave problema de salud que hace tambalear la sociedad moderna.
Los estudios sobre las consecuencias sociopsicológicas se multiplican pero ofrecen, todavía, pocas explicaciones. Lo cierto es que tres meses después del confinamiento, y con el acecho de una segunda oleada que rememora en nuestra mente las duras imágenes y situaciones vividas, es evidente la transformación personal que comporta porque debemos hacer frente a la compleja situación creada que ha dado un vuelco a nuestras costumbres, planificación y expectativas. Para expresarlo se ha acuñado una etiqueta transgeneracional con el fin de denominar a esa ciudadanía que está teniendo que aprender nuevas formas de vivir, de aprender, de ejercer profesionalmente, de sanar o de relacionarse. Según los expertos, hay dos cicatrices a cuidar: la económica y la sociopersonal; para la primera, los pasos en curso parecen similares a los de la crisis del 2008 generando amplio escepticismo; respecto a la segunda, se incrementa la ansiedad y el pesimismo frente a la vulnerabilidad (el aumento de consumo de ansiolíticos desde la primavera da cuenta de ello), se amplía la dependencia sobre las pantallas de ordenador y plataformas informáticas poniendo en el candelero la urgente necesidad ética de regularlas, y se agranda la distancia social.
Consecuentemente, debemos aprender a convivir con la situación creada que algunos políticos denominan «nueva normalidad» pero que no tiene nada de normal; hay que insuflar vida en los circuitos afectados, asegurar la sanidad y gestionar la situación adecuadamente.
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