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A ver si lo he entendido. No puedo ir a la ciudad en la que mi hijo cursa sus estudios universitarios a recoger sus cosas porque el estado de alarma me lo impide todavía en esta fase 3 de la desescalada. Sin embargo, debo aceptar ... sin ningún tipo de reservas que el chaval, que es como un oso que acaba de despertar de su hibernación, sí pueda ir a la discoteca a jugarse una salud que tanto nos ha costado a los padres proteger durante meses.
Pues lo entiendo, pero no lo comprendo. Como tampoco que dejen acodarse tan prematuramente en los bares preferidos. Y nosotros somos mucho de bar. De un bar, en concreto. Conocemos al dueño desde que lo abrió, al que bien podríamos haber incluido en el libro de familia ya que nuestros hijos han ido creciendo junto a su barra hasta que la rebasaron y pudieron pedir la consumición por sí mismos. Y mira que estamos a gusto en él. Pero desconfiamos. No por el dueño, que se mata en tenerlo todo en orden y limpio, si no por ciertos clientes, que también se asemejan a osos recién espabilados de un largo letargo, que no respetan las normas de seguridad, se encaran con nuestro amigo, este les invita a abandonar su establecimiento, ellos no quieren darse por enterados y, al final, el propietario se encoge de hombros mientras nos mira con un gesto de resignación.
Hay que ver, con lo que nos ha costado llegar hasta aquí para contarlo. Para que vengan unos locos insensatos y, jojojo, qué machotes somos, lo jodan, pero bien jodido.
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