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Cuando antes de anoche, aún me encontraba, de madrugada, borrando del móvil vídeos de las Navidades desde 2019 en adelante, de entre la niebla tintada por el amarillo de las farolas, se me presentó el fantasma de la Navidad, zum, zum, zum. Y empezó a ... darle a la manivela: sacábamos la lavadora del baño, una pequeña de esas de ojo de buey como carga frontal, con una manguera gris para el agua, y tapándola con un cuadrado de madera la colocábamos de mesa supletoria pegada a la mesa-camilla, en el cuarto de estar (pues no llegaba al rango de 'salón' de estar), para las cenas y comidas. Así que si no te tocaba 'pata', te tocaba lavadora. Bajo la mesa-camilla colgaba una lámpara que nos daba calor. Siempre estuvo, hasta el final. Cuando alcanzaba temperatura recalentaba la alfombra y ascendía un perfume de hogar caliente. Tardes enteras fabricando pompones de papel de celofán. Rojos, azules. Y cadenetas de papel seda. Tras la cena de Nochebuena, inauguración del belén. Lo empezábamos a montar, mis hermanos y yo, el día de la lotería. Primero el cielo, como telón de fondo; luego requisábamos la mesa de trabajo de mi padre como escenario. Esta mesa cojeaba y producía, a belén puesto, movimientos sísmicos y fajanas de musgo. Para la inauguración repartíamos entradas y montábamos un son et lumière: en un Sanyo cuya obsolescencia no parecía estar programada, grabábamos a huevo, con micro pegado al tocadiscos, cortes musicales entre estelares y sinfónicos, de Oldfield a Morricone pasando por Wagner y procurábamos al respetable una experiencia inmersiva, que se dice ahora: exhalábamos bocanadas de humo de cigarrillo, a modo de niebla primordial; íbamos conectando los manojos de luces uno a uno en un ladrón, para iluminar por zonas; colgábamos nubes, estrellas, lunas y la corte celestial con hilos de coco, para que pareciera que flotaban en el aire. Familia de belenistas: mi padre y sus hermanos montaban de chavales uno mecánico en su casa de la calle del Norte. Mi padre nos lo contaba siempre y nuestra ilusión era imaginar ese belén e intentar que algunas figuras o cosas del nuestro se medio movieran, o parecieran vivas, o se aparecieran y desaparecieran por efecto de la luces: el ángel de la cueva de los pastores, por ejemplo. A la estrella del belén le poníamos un imán, y desde la tramoya del cielo, con otro imán, movido a mano, la desplazábamos por la noche de azul oscuro casi negro, para asombro general. Mi tío Fernando aún conservaba algunas de aquellas figuritas, fabricadas con corcho, ruedecillas de juguetes rotos y motorcitos. Subíamos a verlas a su casa. Desde entonces, me fascina el mundo de los autómatas. Harina para nieve. Trozos de espejo como fondo de lago. Papel de plata para el curso del río. Purpurina en suspensión para que todo brillara en la oscuridad. Un poco de agua estancada en la tapita de alguna crema de mamá, para que flotara algún pato, o lavara alguna lavandera. Me gustaban siempre más los belenes de los demás. La montañas del de nuestro tío Fernando, duras, sólidas, no como las nuestras, que eran de papel marrón de envolver. En el nuestro, me obsesionaba la proporción y la perspectiva, eso de que no se viera que el pozo era más grande que el castillo de Herodes. Una Nochebuena se nos ocurrió culminar el teatrito de la inauguración con una lluvia de estrellas realizada con bengalas y a poco nos arde toda la Cisjordania. Con el primer extintor que entró en casa, produjimos un temporal de nieve y se sofocó. Aquel año, el belén nos duró un día. El olor de las figuritas de plástico. Los años las iban consumiendo. Una Navidad se le rompió la pata a un camello de Gaspar y le pusimos una prótesis de alambre. Era como un cibercamello. Así aguantó. La fruta escarchada, turrón del blando y del duro, por todo turrón, Sidra El Gaitero, Karpy, café con una cucharada de leche condensada, mi tía y mi madre, un mentolado, un Piper. Para la comida de Navidad quedaban los pimientos rellenos que hacía mi abuela. En el balcón, a la intemperie, unos cardos y algunas botellas. Y sobre la cama de matrimonio, los abrigos de mi abuela y de mi tía. Un Fanny Alexander en la medida de nuestras posibilidades y bolsillo.
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