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Los efectos del paso del coronavirus están dejando un inolvidable y triste recuerdo tanto para cuantos lo estamos viviendo como para las generaciones que vendrán detrás marcadas por el síndrome de la tragedia. El recuerdo de los más de 25.000 muertos es el peor, ... y único irreparable, de los males junto al dolor de sus familiares que ni siquiera han podido despedirse de sus seres queridos con cariño y dignidad. Pero son muchos más los daños incalculables que esta pandemia deja a la sociedad. La atención principal, ahora que el peligro decae, está en la recuperación económica. Y es lógico porque de su derrumbe nos tocará sufrir a casi todos. Son problemas variados y sobre todo sociales y materiales.
Nadie parece reparar, sin embargo, en las consecuencias éticas y políticas que los españoles tendremos que arrastrar tras la experiencia. Tal vez la más evidente sea el pésimo recuerdo de la falta de grandeza que, ante la desgracia colectiva, han demostrado algunas personas –por fortuna no muchas– y sobre todo la clase política que hemos tenido para afrontar la pandemia. Mi sensación a lo largo de estos meses ha sido deprimente viendo la actitud con que la inmensa mayoría de los políticos han contemplado cómo se morían millares de conciudadanos mientras ellos miraban para otra parte abstraídos en su obsesión por colocarse mejor en la batalla futura por el voto.
Y no estoy hablando solo del Gobierno y sus errores y falta de reflejos, por supuesto; también del grueso de la oposición que ofreció un comportamiento penoso. Hay un Gobierno, bueno o malo – cada cual que lo enjuicie–, pero es el que hay, el que quienes más lo critican no quisieron evitarlo, y ante una situación como la vivida fue abandonado a equivocarse solo, intentando que sus diatribas extemporáneas tapasen el temor colectivo. Visto ya con cierta perspectiva, parece imposible que la oposición seria y responsable no haya sabido renunciar para unir frente a un enemigo común colaborando con quien tenía asumida la máxima responsabilidad en la crisis. En los plenos del Congreso, entre tanta verborrea barata, mezclada con insultos de taberna y ruindades de líderes independentistas, no se escuchó ninguna sugerencia o propuesta alternativa.
Bien es verdad que tampoco el Gobierno, y en concreto su presidente, Pedro Sánchez, se apeó de su resistencia a buscar consensos con sus adversarios e intentar enfrentar juntos y contrastar criterios ante la grave amenaza. Casi sin excepción nadie renunció a su orgullo e interés personal y político. Falto de esa ausencia de grandeza que la sociedad requiere de quienes han sido elegidos para representarla.
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