Es todavía enero, pero el retorno a las aulas tiene aire de final de curso, de prueba definitiva y exigencia máxima. El acuerdo de regresar a colegios e institutos de manera presencial en plena efervescencia de contagios se antoja tan arriesgado como inevitable. Por mucha ... contundencia que se imprima a la decisión, nada es seguro. Así lo ha demostrado el discurrir del COVID, que desde su eclosión ha ido derribando las pequeñas certezas y algunos lugares comunes con los que creíamos poder interpretar el virus. Las comunidades autónomas en las que parecía que la gestión era más eficiente y la incidencia menos acusada han ido cayendo como el resto, y los entornos, sectores o colectivos que se creían blindados contra la enfermedad la han sufrido finalmente como los demás. Por no mencionar todos esos conceptos que hace nada llenaban portadas –arcas de Noé, monodosis, cribados masivos, cierre perimetral...– y que hoy son ya arqueología pandémica. Los chavales volverán mañana a sus clases y, si no hay un cambio brusco de la tendencia, es probable que durante un tiempo surjan contagios pese a todas las medidas de protección que se adopten y el celo extremo que con seguridad se aplicará para intentar evitarlo. Así está sucediendo en el resto de ámbitos y así lo está vadeando la sociedad entera, aferrada a la confianza en que el impacto asistencial no está siendo tan brutal como en anteriores olas. La enseñanza 'on line' salvó solo un momento crítico y la conciliación casi ya no más de sí, de forma que habrá que clavar los codos para que este examen lo aprobemos todos.
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