La última vez que tuve un ex acabamos repartiéndonos la ciudad. Lo hicimos porque no vivimos en Madrid, ese reino mágico donde «puedes cambiar de pareja y no volver a encontrártela nunca más». Nosotros, periféricos perdidos, no tuvimos más remedio que coger un plano y ... trazar líneas divisorias, como si fuéramos potencias europeas en la Conferencia de Berlín. Fue una negociación dura pero, al final, gané: aunque me quedé sin el bar donde hacían las mejores bravas, los museos y las tiendas de ropa fueron para mí. De aquella relación salí más culta y mejor vestida.

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Como todas las historias que terminan en catástrofe, la cosa empezó con cervezas a morro. Poco después de acabar los fuegos artificiales, comenzaron a molestarme su respiración de locomotora vieja y su discurso apocalíptico y desintegrado. Era gilipollas, sí. Pero era, había sido, mi gilipollas. Por eso no quería volver a verlo; por eso sólo me atrevía a hacer incursiones en su territorio armada hasta los dientes con maquillaje, tacones y un chulazo colgando del brazo. Aquel día, en cambio, no tenía ninguna de las tres cosas, y sí un antojo violento e insaciable de comerme unas patatas bravas.

Crucé la frontera y me metí en aquel bar que había sido nuestro y, ahora, era suyo. Lo vi nada más entrar; el también me vio. Me miró con cara de qué haces aquí, le dije un tímido hola, qué tal, y me fui corriendo, avergonzada y con hambre. Desde entonces, respeto escrupulosamente los términos de nuestro acuerdo. Pero él no: esta mañana, en el desayuno, me lo he encontrado al abrir la caja de cereales. Ahí estaba el tío, sentado sobre un copo de avena. La he cerrado rápidamente y me he hecho unas tostadas. Mañana agarro la caja y me voy a Madrid.

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