La polémica por el libro 'El odio', sobre el crimen de José Bretón, ha reabierto una herida colectiva. Entiendo a quienes han pedido que no ... se publique, pero censurar lo que incomoda no siempre protege. A veces, mirar de frente al horror nos ayuda a entender cómo nace. Lo inquietante, además del libro, es el clima emocional que lo rodea. Ese mismo odio, esa pulsión de juzgar y aplastar, está en la política, en las redes y, en paralelo, la libertad de crear, de escribir, de mirar desde el arte o la palabra, empieza a ser vigilada y, finalmente, juzgada.
Recientemente hemos conocido que Ángel Víctor Torres abandonaba la política tras ser diagnosticado de cáncer, esa sí que es una odiosa palabra. No está investigado ni procesado, pero las hordas de odio ya lo han sentenciado en redes. Ha hecho lo más difícil, priorizarse para no traicionar y eso le honra. Yo también he aprendido que si una misma no está bien, nada puede estarlo a su alrededor.
Los frecuentes linchamientos me llevan a reivindicar, una vez más, la importancia del firme respeto a la presunción de inocencia y al Estado de Derecho. Ese que no puede ser sacrificado por cálculo político. No es en los tribunales donde habita el odio sino que son los jueces quienes lo sufren, injustamente en la inmensa mayoría de los casos. Ni como abogada ni como concejala puedo permitir discursos que atentan contra la independencia judicial, ni aplaudir a quienes señalan a la justicia como enemigo. La política no puede convertirse en altavoz de esa deriva. Cuando eso ocurre, dejamos de representar a la ciudadanía y comenzamos a traicionarla.
Traición que culminan muchos líderes actuales, en un tiempo en el que se ha confundido liderazgo con sobreactuación. Se grita, se señala, se humilla, se polariza. Y a todo eso se le llama «fuerza», pero el liderazgo verdadero no grita, contiene y sostiene, empatiza con lo emocional, no lo usa como arma. Tiranos disfrazados de salvadores, egos heridos vendiendo autoridad, líderes que no conducen a ningún lugar porque han vaciado el sentido de la política hasta convertirla en espectáculo. Todo ello en un contexto de profunda pérdida de valores, en general, y en la política en particular. Se gobierna desde el miedo o desde el cálculo, con la única intención de mantener el poder.
Cuando hablamos de tiranía, no podemos olvidar uno de los mayores horrores de la Historia: el holocausto nazi, muestra del odio absoluto, de la falta total de compasión, de la vejación más extrema. En ese escenario de oscuridad, Viktor Frankl logró sobrevivir porque encontró un propósito, el sentido de su vida, ese que cada vez más personas no encuentran. Depresiones, ansiedades, suicidios mientras la política parece haber olvidado que su papel no es solo gestionar sino cuidar, acompañar y ofrecer respuestas que mitiguen el dolor.
Esta reflexión, a la que seguirán más, está escrita desde el alma, con la lealtad más importante, la lealtad a uno mismo, a esos principios que gritan desde las entrañas. El sentido de mi vida también lo ha iluminado el sufrimiento. Ayudar a los demás es lo que da sentido a lo que hago. Y desde el silencio cómplice no se ayuda, solo se perpetúa lo que daña. Por eso hablo, porque mi voz, sin filtrar, puede ser útil para otros.
Hoy lo tengo claro. No he nacido ni sigo viva para estar callada. Hoy tiene sentido.
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