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Estamos a vueltas con un verano que no termina de arrancar, como esas canciones en las fiestas de los pueblos en los que comienza la melodía y el cantante hace amagos, parece que va a seguir con la tonada, pero vuelve a empezar; estamos con ... esos veranos con días de calores abrumadores y luego a echar otra vez la manta por la noche, y el plumas que no hay manera de meter en el armario de la ropa de invierno. No termina de comenzar el verano, y recuerdo aquellos otros donde todo se definía casi milimétricamente a partir de San Bernabé, con calores inclementes y el sol de Logroño, todo mañanas de vencejos que ya no vemos apenas en la ciudad, con sus frenéticas acrobacias en los aleros que ya no existen; y fresas cuando entonces solo eran a partir de junio, con la nata que compraba mi padre en La Veneciana antes de que llegaran las que vienen de los invernaderos de Almería todo el año, sosas y sin gracia, y que venden junto a los sprays de nata, tan prácticos. El calor era en junio y julio, como debe ser, y para agosto ya tenías que pensar en el jersey. Aquellos veranos de la infancia inmensa e inabarcable cuando teníamos las chucherías contadas y no como ahora con un Ángel o un Rincón en cada esquina, con una variedad aún más abrumadora de chuches y helados (que entonces eran el Capitán Cola, los de Avidesa, los flashes de hielo en plástico que chupábamos hasta la extenuación); y refrescos con casco que devolvíamos mi hermano y yo con una cesta de mimbre que nos daba mi madre. Ya casi no recuerdo aquellos veranos tórridos de películas de sábado por la tarde en casa de Titín, mientras decido, mando en mano, entre todas las opciones de las plataformas acunado por el ronroneo del aire acondicionado. O cuando evoco el aburrimiento de aquellos tres meses de vacaciones entre Tricios y playas, sin entender bien cómo empaquetan ahora a los niños en actividades estresantes y locas en campamentos temáticos con costes inasumibles para muchos.
Y recuerdo cuando unos envidiábamos a los que se quedaban en las piscinas de Cantabria o la Hípica, cuando Las Norias era un descampado o el fin del mundo, y ellos envidiaban el pueblo que era la libertad y la calle prohibida el resto del año. Y las avenidas vacías durante semanas que ahora están abarrotadas porque todo sigue; y los que suspendían y tenían que ir a clases particulares con las mates y la química; y las tardes en la plaza leyendo el Capitán Trueno, y la imaginación desbocada para encontrar las maneras de entretener las horas, haciendo barcos con corchos para el estanque de la tía Pepita o cometas con periódicos y cañas. La vida de los veranos de aquellas infancias que ahora recuerdo cuando veo a los chavales encorvados sobre sus móviles con zapatillas Nike y yo evoco la liturgia de comprar unas Tao que entonces nos avergonzaban y ahora, probablemente, sean tendencia. Tiempo en que la felicidad era un bocadillo de fuagrás Mina, o hacer perfumes con colonias de la tía Merche con flores robadas en un jardín secreto. Vuelven, entre el aroma de los tilos, los recuerdos de aquellos otros veranos en las patrias de nuestras infancias.
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